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El césped. Desde la tribuna es un tapete verde. Liso, regular,
aterciopelado, estimulante. Desde la tribuna quizá crean que,
con semejante alfombra, es imposible errar un gol y mucho menos errar
un pase. Los jugadores corren como sobre patines o como figuras de
ballet. Quien es derrumbado cae seguramente sobre un colchón de
plumas, y si se toma, doliéndose, un tobillo, es porque el gesto
forma parte de una pantomima mayor. Además, cobran mucho dinero
simplemente por divertirse, por abrazarse y treparse unos sobre otros
cuando el que queda bajo ese sudoroso conglomerado hizo el gol
decisivo. O no decisivo, es lo mismo. Lo bueno es treparse unos sobre
otros mientras los rivales regresan a sus puestos, taciturnos, amargos,
cabizbajos, cada uno con su barata soledad a cuestas. Desde la tribuna
es tan disfrutable el racimo humano de los vencedores como el drama
particular de cada vencido. Por supuesto, ciertos avispados
espectadores siempre saben cómo hacer la jugada maestra y no
acaban de explicarse, y sobre todo de explicarlo a sus vecinos, por
qué este o aquel jugador no logra hacerla. Y cuando el
árbitro sanciona el penal, el espectador avispado también
intuye hacia qué lado irá el tiro, y un segundo
después, cuando el balón brinca ya en las redes, no
alcanza a comprender cómo el golero no lo supo. O acaso
sí lo supo y con toda deliberación se arrojó al
otro palo, en un alarde de masoquismo o venalidad o estupidez
congénita. Desde la tribuna es tan fácil. Se conoce la
historia y la prehistoria. O sea que se poseen elementos suficientes
como para comparar la inexpugnable eficacia de aquel zaguero
olímpico con la torpeza del patadura actual, que no acierta
nunca y es esquivado una y mil veces. Recuerdo borroso de una
época en que había un centre-half y un centre-forward,
cada uno bien plantado en su comarca propia y capaz de distribuir el
juego en serio y no jugando a jugar, como ahora, ¿no? El
espectador veterano sabe que cuando el fútbol se
convirtió en balompié y la ball en pelota y el dribbling
en finta y el centre-half en volante y el centre-forward en alma en
pena, todo se vino abajo y ésa es la explicación de que
muchos lleven al estadio sus radios a transistores, ya que al menos
quienes relatan el partido ponen un poco de emoción en las
estupendas jugadas que imaginan. Bueno, para eso les pagan,
¿verdad? Para imaginar estupendas jugadas y está bien.
Por eso, cuando alguien ha hecho un gol y después de los abrazos
y pirámides humanas el juego se reanuda, el locutor
idóneo sigue colgado de la "o" de su gooooooool, que en realidad
es una jugada suya, subjetiva, personal, y no exactamente del delantero
que se limitó a empujar con la frente un centro que, entre todas
las otras, eligió su cabeza. Y cuando el locutor idóneo
llega por fin al desenlace de la "ele" final de su gooooooool privado,
ya el árbitro ha señalado un orsai que favorece,
¿por qué no?, al locatario.

Es bueno contemplar alguna vez la cancha desde aquí, desde lo
alto. Así al menos piensa Benjamín Ferrés,
veintitrés años, digamos delantero de un Club Chico,
alguien últimamente en alza según los cronistas
deportivos más estrictos, y que hoy, después de empatarle
al Club Grande y ducharse y cambiarse, no se fue del estadio con el
resto del equipo y prefirió quedarse a mirar, desde la tribuna
ya vacía (sólo quedan los cafeteros y heladeros y
vendedores de banderitas, que recogen sus bártulos o tal vez
hacen cuentas) aquel campo en el que estuvo corriendo durante noventa
minutos e incluso convirtió uno, el segundo, de los dos goles
que le otorgan al Club Chico eso que suele llamarse un punto de oro.
Sí, desde aquí arriba el césped es una alfombra,
casi un paño verde como el del casino, con la importante
diferencia de que allá los números son fijos,
permanentes, y aquí (él, por ejemplo, es el ocho) cambian
constantemente de lugar y además se repiten. A lo mejor con el
flaco Suárez (que lleva el once prendido en la espalda)
podrían ser una de las parejas negras. O no. Porque de ambos,
sólo el Flaco es oscurito.

Ahora se levanta un viento arisco y las gradas de cemento son
recorridas por vasos de plástico, hojas de diario, talones de
entradas, almohadillas, pelotas de papel. Remolinos casi fantasmales
dan la falsa impresión de que las gradas se mueven, giran,
bailotean, se sacuden por fin el sol de la tarde. Hay papeles que suben
las escaleras y otros que se precipitan al vacío. A
Benjamín (Benja, para la hinchada) le sube una bocanada de
desconsuelo, de extraña ansiedad al enfrentarse, ¿por
primera vez?, con la quimera de cemento en estado de pureza (o de
basura, que es casi lo mismo) y se le ocurre que el estadio
vacío, desolado, es como un esqueleto de multitud, un eco
fantasmal de esa misma muchedumbre cuando ruge o aplaude o insulta o
agita banderas. Se pregunta cómo se habrá visto su gol
desde aquí, desde esta tribuna generalmente ocupada por las
huestes del adversario. Para los de abajo en la tabla, el estadio
siempre es enemigo: miles y miles de voces que los acosan, los
persiguen, los hunden, porque generalmente el que juega aquí, el
permanente locatario, es uno de los Grandes, y los de abajo sólo
van al estadio cuando les toca enfrentarlos, y en esas ocasiones apenas
si acarrean, en el mejor de los casos, algunos cientos de
fanáticos del barrio, que, aunque se desgañitan y agitan
como locos su única y gastada bandera, en realidad no cuentan,
es imposible que tapen, desde su islote de alaridos, el gran rugido de
la hinchada mayor. Desde abajo se sabe que existen, claro, y eso es
bueno, y de vez en cuando, cuando se suspende el juego por
lesión o por cambio de jugadores, los del Club Chico van con la
mirada al encuentro de aquel rinconcito de tribuna donde su bandera
hace guiños en clave, señales secretas como las del
truco. Y ésta es la mejor anfetamina, porque los llena de
saludable euforia y además no aparece en los controles
antidopping.

Hoy empataron, no está mal, se dice Benja, el número
ocho. Y está mejor porque todos sus huesos están enteros,
a pesar de la alevosa zancadilla (esquivada sólo por
intuición) que le dedicaran en el toletole previo al primer gol,
dos segundos antes de que el Colorado empujara nuevamente la globa con
el empeine y la colocara, inalcanzable, junto al poste izquierdo.
Después de todo, la playa es mía. Desde hace quince
años la vengo adquiriendo en pequeñas cuotas. Cuotas de
sol y dunas. Todos esos prójimos, prójimas y projimitos
que se ven tendidos sobre las rocas o bajo las sombrillas o corriendo
tras una pelota de engañapichanga o jugando a la paleta en una
cancha marcada en la arena con líneas que al rato se borran,
todos esos otros, están en la playa gracias a que yo les permito
estar. Porque la playa es mía. Mío el horizonte con
toninas remotas y tres barquitos a vela. Míos los peces que
extraen mis pescadores con mis redes antiguas, remendadas. El aire
salitroso y los castillos de arena y las aguas vivas y las algas que ha
traído la penúltima ola. Todo es mío.
¿Qué sería de mí, el número ocho,
sin estas mañanas en que la playa me convence de que soy libre,
de que puedo abrazar esta roca, que es mi roca mujer o tal vez mi roca
madre, y estirarme sin otros límites que mi propio límite
o hasta que siento las tenazas del cangrejo barcino sobre mi dedo
gordo? Aquí soy número ocho sin llevarlo en la espalda.
Soy número ocho sencillamente porque es mi identidad. Un cura o
un teniente o un payaso no necesitan vestir sotana o uniforme o traje
de colores para ser cura o teniente o payaso. Soy número ocho
aunque no lo lleve dibujado en el lomo y aunque ningún botija se
arrime a pedirme autógrafos, porque sólo se piden
autógrafos a los de los Clubes Grandes. Y creo que siempre
seré de Club Chico, porque me gusta amargarles la fiesta, no a
los jugadores que después de todo son como nosotros, sólo
que con más suerte y más guita, ni siquiera a la hinchada
grande por más que nos insulte cuando hacemos un fau y festeje
ruidosamente cuando el otro nos propina un hachazo en la canilla. Me
gusta arruinarles la fiesta, sobre todo a los dirigentes, esos
industriales bien instalados en su cochazo, en su piso de la Rambla y
en su mondongo, señores cuya gimnasia sabatina o dominical
consiste en sentarse muy orondos, arriba en el palco oficial, y desde
ahí ver cómo allá abajo nos reventamos, nos
odiamos, nos derretimos en sudores, y cuando sus jugadores ganan,
condescienden a llegar al vestuario y a darles una palmadita en el
hombro, disimulando apenas el asco que les provoca aquella piel
todavía sudada, y en cambio, cuando sus jugadores pierden, se
van entonces directamente a su casa, esta vez por supuesto sin ocultar
el asco. En verdad, en verdad os digo que yo ignoro si hacen eso, pero
me lo imagino. Es decir, tengo que imaginarlo así, porque una
cosa son las instrucciones del entrenador, que por supuesto trato de
cumplir si no son demasiado absurdas, y otra cosa son las instrucciones
que yo me doy, verbigracia vamo vamo número ocho hay que aguarle
la fiesta a ese presidente cogotudo, jactancioso y mezquino, que viene
al estadio con sus tres o cuatro nenes que desde ya tienen caritas de
futuros presidentes cogotudos. Bueno, no sé ni siquiera si tiene
hijos, pero tengo que imaginarlo así porque soy el número
ocho, insustituible titular de un Club Chico y, ya que cobro poco,
tengo que inventarme recompensas compensatorias y de esas recompensas
inventadas la mejor es la posibilidad de aguarle la fiesta al cogotudo
presidente del Grande, a fin de que el lunes, cuando concurra a su
Banco o a su banca, pase también su vergüenza rica, su
vergüenza suntuosa, así como nosotros, los que andamos en
la segunda mitad de la tabla, sufrimos, cuando perdemos, nuestra
vergüenza pobre. Pero, claro, no es lo mismo, porque los Grandes
siempre tienen la obligación de ganar, y los Chicos, en cambio,
sólo tenemos la obligación de perder lo menos posible. Y
cuando no ganamos y volvemos al barrio, la gente no nos mira con
menosprecio sino con tristeza solidaria, en tanto que al presidente
cogotudo, cuando vuelve el lunes a su Banco o a su banca, la gente, si
bien a veces se atreve a decirle qué barbaridad doctor porque
ustedes merecieron ganar y además por varios goles, en realidad
está pensando te jodieron doctor qué salsa les dieron
esos petizos. Por eso a mí no me importa ser número ocho
titular y que no me pidan autógrafos aquí en la playa ni
en el cine ni en Dieciocho. Los partidos no se ganan con
autógrafos. Se ganan con goles y ésos los sé
hacer. Por ahora al menos. También es un consuelo que la playa
sea mía, y como mía pueda recorrerla descalzo, casi
desnudo, sintiendo el sol en la espalda y la brisa en los ojos, o
tendiéndome en las rocas pero de cara al mar, consciente de que
atrás dejo la ciudad que me espía o me protege,
según las horas y según mi ánimo, y adelante
está esa llanura líquida, infinita, que me lame, me
salpica, a veces me da vértigo y otras veces me brinda una
insólita paz, un extraño sosiego, tan extraño que
a veces me hace olvidar que soy número ocho.
Alejandra. Lo extraño había sido que Benja conociera sus
manos antes que su rostro, o mejor aún, que se enamorara de sus
manos antes que de su rostro. Él regresaba de San Pablo en un
vuelo de Pluna. El equipo se había trasladado para jugar dos
amistosos fuera de temporada, pero Benja sólo había
participado en el primero porque en una jugada tonta había
caído mal y el desgarramiento iba a necesitar por lo menos cinco
días de cuidado, así que el preparador físico
decidió mandarlo a Montevideo para que allí lo atendieran
mejor. De modo que volvía solo. A la media hora de vuelo se
levantó para ir al baño y cuando regresaba a su sitio
tuvo la impresión de ser mirado pero él no miró.
Simplemente se sentó y reinició la lectura de Agatha
Christie, que le proponía un enigma afilado, bienhumorado y
sutil como todos los suyos.

De pronto percibió que algo singular estaba ocurriendo. En el
respaldo que estaba frente a él apareció una mano de
mujer. Era una mano delgada, de dedos largos y finos, con uñas
cuidadas pero sin color. Una mano expresiva, o quizá que
expresaba algo, pero qué. A los dos o tres minutos hizo
irrupción la otra mano, que era complementaria pero no igual.
Cada mano tenía su carácter, aunque sin duda
compartían una inquietante identidad. Benja no pudo continuar su
lectura. Adiós enigma y adiós Agatha. Las manos se
movían con sobriedad, se rozaban a veces. Él
imaginó que lo llamaban sin llamarlo, que le contaban una
historia, que le ofrecían respuestas a interrogantes que
aún no había formulado; en fin, que querían ser
asidas. Y lo más preocupante era que él también
quería asirlas, con todos los riesgos que un acto así
podía implicar, verbigracia que la dueña de aquellas
manos llamara inmediatamente a la azafata, o se levantara, enfrentada a
su descaro, y le propinara una espléndida bofetada, con toda la
vergüenza, adicional y pública, que semejante castigo
podía provocar. Hasta llegó a concebir, como un destello,
un título, a sólo dos columnas (porque era número
ocho, pero sólo de un Club Chico): conocido futbolista uruguayo
abofeteado en pleno vuelo por dama que se defiende de agresión
******.

Y sin embargo las manos hablaban. Sutiles, seductoras,
finísimas, dialogaban uña a uña, yema a yema, como
creando una espera, construyendo una expectativa. Y cuando fue ordenado
el ajuste de los cinturones de seguridad, desaparecieron para cumplir
la orden, pero de inmediato volvieron a poblar el respaldo y con ello a
convocar la ansiedad del número ocho, que por fin decidió
jugarse el todo por el todo y asumir el riesgo del ridículo, el
escándalo y el titular a dos columnas que acabaran con su
carrera deportiva. De modo que, tomada la difícil
decisión y tras ajustarse también él el
cinturón, avanzó su propia mano hacia los dedos
cautivantes, que en aquel preciso momento estaban juntos. Notó
un leve temblor, pero las manos no se replegaron. La suya
prolongó aquel extraño contacto por unos segundos, luego
se retiró. Sólo entonces las otras manos desaparecieron,
pero no pasó nada. No hubo llamada a la azafata ni bofetada.
Él respiró y quedó a la espera. Cuando el
avión comenzaba el descenso, una de las manos apareció de
nuevo y traía un papel, más bien un papelito, doblado en
dos. Benja lo recogió y lo abrió lentamente. Conteniendo
la respiración, leyó: 912437.

Se sintió eufórico, casi como cuando hacía un gol
sobre la hora y la hinchada del barrio vitoreaba su nombre y él
alzaba discretamente un brazo, nada más que para comunicar que
recibía y apreciaba aquel apoyo colectivo, aquel afecto, pero
los compañeros sabían que a él no le gustaba toda
esa parafernalia de abrazos, besos y palmaditas en el trasero, algo que
se había vuelto habitual en todas las canchas del mundo.
Así que cuando metía un gol sólo le tocaban un
brazo o le hacían desde lejos un gesto solidario. Pero ahora,
con aquel prometedor 912437 en el bolsillo, descendió del
avión como de un podio olímpico y diez minutos
después pudo mirar discretamente hacia la dueña de las
manos, que en ese instante abría su valija frente al funcionario
aduanero, y Benja comprobó que el rostro no desmerecía la
belleza y la seducción de las manos que lo habían enamorado.
Benja y Martín se encontraron como siempre en la pizzería
del sordo Bellini. Desde que ambos integraran el cuadrito juvenil de La
Estrella habían cultivado una amistad a prueba de balas y
también de codazos y zancadillas. Benja jugaba entonces de
zaguero y sin embargo había terminado en número ocho.
Martín, que en la adolescencia fuera puntero derecho, más
tarde (a raíz de una sustitución de emergencia, tras
lesiones sucesivas y en el mismo partido del golero titular y del
suplente) se había afincado y afirmado en el arco y hoy era uno
de los guardametas más cotizados y confiables de Primera A.

El sordo Bellini disfrutaba plenamente con la presencia de los dos
futbolistas. Él, que normalmente no atendía las mesas
sino que se instalaba en la caja con su gorra de capitán de
barco, cuando Martín y Benja aparecían, solos o
acompañados, de inmediato se arrimaba solícito a dejarles
el menú, a recoger los pedidos, a recomendarles tal o cual plato
y sobre todo a comentar las jugadas más notables o más
polémicas del último domingo.

Era algo así como el fan particular de Benja y Martín y
su caballito de batalla era hacerles bromas c
SEWER RAT

I know I seen a sewer rat going down stream,
Playing along while it sings;
Down by the sewer love is waiting for the rat
hear come a fat cat,
don’t you dear look back at that
or the rat will attic;
because she doesn’t want no other
looking at her lover;
She is a sewer rat that has long teeth
And her breath stinks
But she can get nasty and downright mean,
She does have a bad name
If you know what I’m saying,
She lives near a run-down town,
By the sewer where all the other ugly rats play
To get their way;
She makes traps upon that cat;
She stalkers every move he makes
just to see where he goes,
If he is out playing with other sewer wholes,
that she knows.
She licks and picks her long yellow teeth
While she plays with a long green bean
that was floating down stream,
she goes around telling her lie all over town
that her cat is playing with gay men
just to keep others cats and rate from him.
He old cat has a long story;
That can get kind of boring
That can get her snoring,
Then she thought to her self
maybe she should of stay floating down
the sewer to find more action
for a little more reaction
to the packen,
where she can do some lay backen
on some wet sacken
doing some unripen and tapen
that kept her old cat on his tootise
where he would do some casing
but she knows her old love wouldn’t car
so, she would dare;
she knows there’s a lot of rats down town
but there isn’t one like her own fat cat
that loves to play in the sewer doing
what they love best.

Poetic Judy Emery © 2015
The Queen Of Darken Dreams Poetic Lilly Emery
The Queen Of Darken Dreams Poetic Judy Emery
SEWER RAT

I know I seen a sewer rat going down stream,
Playing along while it sings;
Down by the sewer love is waiting for the rat
hear come a fat cat,
don’t you dear look back at that
or the rat will attic;
because she doesn’t want no other
looking at her lover;
She is a sewer rat that has long teeth
And her breath stinks
But she can get nasty and downright mean,
She does have a bad name
If you know what I’m saying,
She lives near a run-down town,
By the sewer where all the other ugly rats play
To get their way;
She makes traps upon that cat;
She stalkers every move he makes
just to see where he goes,
If he is out playing with other sewer wholes,
that she knows.
She licks and picks her long yellow teeth
While she plays with a long green bean
that was floating down stream,
she goes around telling her lie all over town
that her cat is playing with gay men
just to keep others cats and rate from him.
He old cat has a long story;
That can get kind of boring
That can get her snoring,
Then she thought to her self
maybe she should of stay floating down
the sewer to find more action
for a little more reaction
to the packen,
where she can do some lay backen
on some wet sacken
doing some ripen and tapen
that kept her old cat on his tootise
where he would do some casing
but she knows her old love wouldn’t car
so, she would dare;
she knows there’s a lot of rats down town
but there isn’t one like her own fat cat
that loves to play in the sewer doing
what they love best.

Poetic Judy Emery © 2015
The Queen Of Darken Dreams Poetic Lilly Emery
The Queen of Darken Dreams
Y ahora pregunto aquí:
¿quién es el último que habla, el sepulturero o el Poeta?
¿He aprendido a decir: Belleza, Luz, Amor y Dios
para que me tapen la boca cuando muera,
con una paletada de tierra?
No. He venido y estoy aquí,
me iré y volveré mil veces en el Viento
para crear mi gloria con mi llanto.
¡Eh, Muerte... escucha!
Yo soy el último que hablo:
El miedo y la ceguera de los hombre han llenado de viento tu cráneo,
han henchido de viento tu cráneo,
han henchido de orgullo tus huesos
y hasta el trono de un dios te han levantado.
Y eres necia y altiva como un dictador totalitario. Tiraste un día una gran línea negra sobre el globo terráqueo;
te atrincheraste en los sepulcros y dijiste:
"¡Atrás! ¡Atrás, seres humanos!..."
Y no eres más que un segador, un esforzado segador... un buen criado.
Tu guadaña no es un cetro sino una herramienta de trabajo.
En el gran ciclo, en el gran engranaje solar y planetario,
tu eres el que corta la espiga, y yo ahora...
el grano, el grano de la espiga que cae bajo tu esfuerzo necesario.
Necesario... no para tu orgullo
sino para ver cómo logramos entre todos un pan dorado y blanco.
Desde tu filo iré al molino.
En el molino me morderán las piedras de basalto,
como dos perros a un mendigo hasta quitarme los harapos.
Perderé la piel, la forma y la memoria de todo mi pasado.
Desde le molino iré a la artesa.
En la artesa me amasarán, sudando, y sin piedad unos robustos brazos.
Y un día escribirán en los libros sagrados:
El segundo hombre fue de masa cruda como el primero fue de barro.
Luego entraré en el horno... en el infierno.
Del fuego saldré hecho ya pan blanco y habrá pan para todos.
Podréis partir y repartir mi cuerpo en miles y millones de pedazos...
podréis hacer entonces con el hombre una hostia blanquísima...
el pan ázimo donde el Cristo se albergue.
Y otro día dirán en los libros sagrados:
El primer hombre fue de barro, el segundo de masa cruda
y el tercero de Pan y Luz.
Será un sábado cuando se cumplan las grandes Escrituras...
Entre tanto, a trabajar con humildad y sin brabatas, Segador Esforzado.
La piedra es una frente donde los sueños gimen
sin tener agua curva ni cipreses helados,
La piedra es una espalda para llevar al tiempo
con árboles de lágrimas y cintas y planetas.

Yo he visto lluvias grises hacia las olas
levantando sus tiernos brazos acribillados,
para no ser cazadas por la piedra tendida
que desata sus miembros sin empapar la sangre.

Porque la piedra coge simientes y nublados,
esqueletos de alondras y lobos de penumbra;
pero no da sonidos, ni cristales, ni fuego,
sino plazas y plazas y otras plazas sin muros.

Ya está sobre la piedra Ignacio el bien nacido.
Ya se acabó; ¿que pasa? Contemplad su figura:
la muerte le ha cubierto de pálidos azufres
y le ha puesto cabeza de oscuro minotauro.

Ya se acabó. La lluvia penetra por su boca.
El aire como loco deja su pecho hundido,
y el Amor, empapado con lágrimas de nieve,
se calienta en la cumbre de las ganaderías.

¿Qué dicen? Un silencio con hedores reposa.
Estamos con un cuerpo presente que se esfuma,
con una forma clara que tuvo ruiseñores
y la vemos llenarse de agujeros sin fondo.

¿Quién arruga el sudario? ¡No es verdad lo que dice!
Aquí no canta nadie, ni llora en el rincón,
ni pica las espuelas, ni espanta la serpiente:
aquí no quiero más que los ojos redondos
para ver ese cuerpo sin posible descanso.

Yo quiero ver aquí los hombres de voz dura.
Los que doman caballos y dominan los ríos:
los hombres que les suena el esqueleto y cantan
con una boca llena de sol y pedernales.

Aquí quiero yo verlos. Delante de la piedra.
Delante de este cuerpo con las riendas quebradas.
Yo quiero que me enseñen donde está la salida
para este capitán atado por la muerte.

Yo quiero que me enseñen un llanto como un río
que tenga dulces nieblas y profundas orillas,
para llevar el cuerpo de Ignacio y que se pierda
sin escuchar el doble resuello de los toros.

Que se pierda en la plaza redonda de la luna
que finge cuando niña doliente res inmóvil;
que se pierda en la noche sin canto de los peces
y en la maleza blanca del humo congelado.

No quiero que le tapen la cara con pañuelos
para que se acostumbre con la muerte que lleva.
Vete Ignacio: No sientas el caliente bramido.
Duerme, vuela, reposa: ¡También se muere el mar!
Sí, tu niñez ya fábula de fuentes.
El tren y la mujer que llena el cielo.
Tu soledad esquiva en los hoteles
y tu máscara pura de otro signo.
Es la niñez del mar y tu silencio
donde los sabios vidrios se quebraban.
Es tu yerta ignorancia donde estuvo
mi torso limitado por el fuego.
Norma de amor te di, hombre de Apolo,
llanto con ruiseñor enajenado,
pero, pasto de ruina, te afilabas
para los breves sueños indecisos.
Pensamiento de enfrente, luz de ayer,
índices y señales del acaso.
Tu cintura de arena sin sosiego
atiende sólo rastros que no escalan.
Pero yo he de buscar por los rincones
tu alma tibia sin ti que no te entiende,
con el dolor de Apolo detenido
con que he roto la máscara que llevas.
Allí, león, allí, furia del cielo,
te dejaré pacer en mis mejillas;
allí, caballo azul de mi locura,
pulso de nebulosa y minutero,
he de buscar las piedras de alacranes
y los vestidos de tu madre niña,
llanto de medianoche y paño roto
que quitó luna de la sien del muerto.
Sí, tu niñez ya fábula de fuentes.
Alma extraña de mi hueco de venas,
te he de buscar pequeña y sin raíces.
¡Amor de siempre, amor, amor de nunca!
¡Oh, sí! Yo quiero. ¡Amor, amor! Dejadme.
No me tapen la boca los que buscan
espigas de Saturno por la nieve
o castran animales por un cielo,
clínica y selva de la anatomía.
Amor, amor, amor. Niñez del mar.
Tu alma tibia sin ti que no te entiende.
Amor, amor, un vuelo de la corza
por el pecho sin fin de la blancura.
Y tu niñez, amor, y tu niñez.
El tren y la mujer que llena el cielo.
Ni tú, ni yo, ni el aire, ni las hojas.
Sí, tu niñez ya fábula de fuentes.
Claudia Aug 19
rosadas lágrimas llorás
tinta del marrón pavimento
históricas huellas borrás
destrozás nuestro memento

aquel de luchas, silencios, partidas
en tal corrupta y granizada vereda
al no gozar mi patria de otra salida
la visión colectiva seda

seis millones de cabezas miran arriba
tus copas despilfarran un vino traidor
borrachos, no miran debajo
¿cuántos cuerpos oculta tu color?

cubrí, árbol de inocencia, a mi cementerio
donde nací y crecí bajo misterio
pues no hay dicha en recordar
la historia del país sin mar

que tapen tus pétalos las páginas
y tus hojas las lápidas;
olvidados de un Estado embellecido
por tus encantos cuántos han sufrido

— The End —