Hoy escribí una historia.
Hablaba de paisajes que solo se sueñan en los cuentos de hadas.
Decía que había bosques, animales, santos, personas y amor: un mundo que carecía del miedo, para cobardes como yo.
Un lugar donde habitaban historias sin fin, con diferentes personas iguales a mí.
Iguales, sí, iguales.
Tan perfecto, tan humano, horrible e indescriptible.
Todos eran tan distintos, tan iguales como el tiempo que divide la paz y la tierra.
Yo era perfecto, aquí.
Lo podía hacer.
Podía caminar sin ser un pasajero más de la tristeza.
Ya no era un sin cara: soy un ave, una mariposa, soy un ser humano, una historia con final.
Aquí yo podía vivir sin esperar nada.
Y si un día quería olvidar todo lo malo del pasado atrás, podía hacerlo.
Todo era posible.
¿Cómo podía ser esto?
¿Fui privilegiado?
¿Dios por fin escuchó mis versos y se apiadó de mi alma?
No lo sabía.
Dio igual.
Corrí durante horas explorando este maravilloso mundo.
Pasaron las horas, los meses, los años, y por fin dormí profundamente.
Abrí los ojos.
La camilla era incómoda.
Monstruos de bata blanca se hallaban quitándome el mundo que había visto en mi lecho de muerte.
Solo escribo lo que siento.
Si al leerme alguien siente algo, ya habrá valido la pena.