Se moldeó a sí mismo,
convirtiéndose en cuna
para pétalos quemados,
para flores que el fuego
no pudo reducir a ceniza.
No pregunta el precio de las rosas,
ni exige colores brillantes.
Abre sus brazos de cristal
hasta a la planta más verde,
a la que aún no aprende
a florecer.
Los espinos —afilados como mentiras—
no logran rayar su superficie.
Los envuelve en algodón,
como si el amor
pudiera domesticar
hasta el filo de la herida.
Su agua es rocío:
lágrimas evaporadas
de aquellas que nunca conocieron
la lluvia.
Y las rosas marchitas,
ahora café como tierra vieja,
gritan hacia sus letras grabadas,
pidiendo que las palabras
les devuelvan el rojo
que perdieron.
El girasol susurra
las lecciones del otoño:
"Incluso el sol se cansa
de ser luz."
Pero el florero recuerda.
Guarda el perfume
de los besos que fueron savia,
el eco de los tallos
que alguna vez crecieron
hacia algo más alto
que el suelo.
Él es el jardín
de los corazones marchitos,
el banco de madera noble
para las flores
que ya no levantan la cabeza.
Y en sus versos tallados,
la luz persiste —
fotosíntesis de poesía—,
alimentando lo que el mundo
olvidó regar.
Ésto es para ustedes, para los de alma diferente.
Mel Zalewsky.