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Siendo mozo Alvargonzález,
dueño de mediana hacienda,
que en otras tierras se dice
bienestar y aquí, opulencia,
en la feria de Berlanga
prendóse de una doncella,
y la tomó por mujer
al año de conocerla.Muy ricas las bodas fueron
y quien las vio las recuerda;
sonadas las tornabodas
que hizo Alvar en su aldea;
hubo gaitas, tamboriles,
flauta, bandurria y vihuela,
fuegos a la valenciana
y danza a la aragonesa.   Feliz vivió Alvargonzález
en el amor de su tierra.
Naciéronle tres varones,
que en el campo son riqueza,
y, ya crecidos, los puso,
uno a cultivar la huerta,
otro a cuidar los merinos,
y dio el menor a la Iglesia.   Mucha sangre de Caín
tiene la gente labriega,
y en el hogar campesino
armó la envidia pelea.   Casáronse los mayores;
tuvo Alvargonzález nueras,
que le trajeron cizaña,
antes que nietos le dieran.   La codicia de los campos
ve tras la muerte la herencia;
no goza de lo que tiene
por ansia de lo que espera.   El menor, que a los latines
prefería las doncellas
hermosas y no gustaba
de vestir por la cabeza,
colgó la sotana un día
y partió a lejanas tierras.La madre lloró, y el padre
diole bendición y herencia.   Alvargonzález ya tiene
la adusta frente arrugada,
por la barba le platea
la sombra azul de la cara.   Una mañana de otoño
salió solo de su casa;
no llevaba sus lebreles,
agudos canes de caza;

  iba triste y pensativo
por la alameda dorada;
anduvo largo camino
y llegó a una fuente clara.   Echóse en la tierra; puso
sobre una piedra la manta,
y a la vera de la fuente
durmió al arrullo del agua.   Y Alvargonzález veía,
como Jacob, una escala
que iba de la tierra al cielo,
y oyó una voz que le hablaba.Mas las hadas hilanderas,
entre las vedijas blancas
y vellones de oro, han puesto
un mechón de negra lana.Tres niños están jugando
a la puerta de su casa;
entre los mayores brinca
un cuervo de negras alas.La mujer vigila, cose
y, a ratos, sonríe y canta.-Hijos, ¿qué hacéis? -les pregunta.Ellos se miran y callan.-Subid al monte, hijos míos,
y antes que la noche caiga,
con un brazado de estepas
hacedme una buena llama.   Sobre el lar de Alvargonzález
está la leña apilada;
el mayor quiere encenderla,
pero no brota la llama.-Padre, la hoguera no prende,
está la estepa mojada.   Su hermano viene a ayudarle
y arroja astillas y ramas
sobre los troncos de roble;
pero el rescoldo se apaga.Acude el menor, y enciende,
bajo la negra campana
de la cocina, una hoguera
que alumbra toda la casa.   Alvargonzález levanta
en brazos al más pequeño
y en sus rodillas lo sienta;-Tus manos hacen el fuego;
aunque el último naciste
tú eres en mi amor primero.   Los dos mayores se alejan
por los rincones del sueño.
Entre los dos fugitivos
reluce un hacha de hierro.   Sobre los campos desnudos,
la luna llena manchada
de un arrebol purpurino,
enorme globo, asomaba.Los hijos de Alvargonzález
silenciosos caminaban,
y han visto al padre dormido
junto de la fuente clara.   Tiene el padre entre las cejas
un ceño que le aborrasca
el rostro, un tachón sombrío
como la huella de un hacha.Soñando está con sus hijos,
que sus hijos lo apuñalan;
y cuando despierta mira
que es cierto lo que soñaba.   A la vera de la fuente
quedó Alvargonzález muerto.Tiene cuatro puñaladas
entre el costado y el pecho,
por donde la sangre brota,
más un hachazo en el cuello.Cuenta la hazaña del campo
el agua clara corriendo,
mientras los dos asesinos
huyen hacia los hayedos.Hasta la Laguna Negra,
bajo las fuentes del Duero,
llevan el muerto, dejando
detrás un rastro sangriento,
y en la laguna sin fondo,
que guarda bien los secretos,
con una piedra amarrada
a los pies, tumba le dieron.   Se encontró junto a la fuente
la manta de Alvargonzález,
y, camino del hayedo,
se vio un reguero de sangre.Nadie de la aldea ha osado
a la laguna acercarse,
y el sondarla inútil fuera,
que es la laguna insondable.Un buhonero, que cruzaba
aquellas tierras errante,
fue en Dauria acusado, preso
y muerto en garrote infame.   Pasados algunos meses,
la madre murió de pena.Los que muerta la encontraron
dicen que las manos yertas
sobre su rostro tenía,
oculto el rostro con ellas.   Los hijos de Alvargonzález
ya tienen majada y huerta,
campos de trigo y centeno
y prados de fina hierba;
en el olmo viejo, hendido
por el rayo, la colmena,
dos yuntas para el arado,
un mastín y mil ovejas.
    Ya están las zarzas floridas
y los ciruelos blanquean;
ya las abejas doradas
liban para sus colmenas,
y en los nidos, que coronan
las torres de las iglesias,
asoman los garabatos
ganchudos de las cigüeñas.Ya los olmos del camino
y chopos de las riberas
de los arroyos, que buscan
al padre Duero, verdean.El cielo está azul, los montes
sin nieve son de violeta.La tierra de Alvargonzález
se colmará de riqueza;
muerto está quien la ha labrado,
mas no le cubre la tierra.   La hermosa tierra de España
adusta, fina y guerrera
Castilla, de largos ríos,
tiene un puñado de sierras
entre Soria y Burgos como
reductos de fortaleza,
como yelmos crestonados,
y Urbión es una cimera.   Los hijos de Alvargonzález,
por una empinada senda,
para tomar el camino
de Salduero a Covaleda,
cabalgan en pardas mulas,
bajo el pinar de Vinuesa.Van en busca de ganado
con que volver a su aldea,
y por tierra de pinares
larga jornada comienzan.Van Duero arriba, dejando
atrás los arcos de piedra
del puente y el caserío
de la ociosa y opulenta
villa de indianos. El río
al fondo del valle, suena,
y de las cabalgaduras
los cascos baten las piedras.A la otra orilla del Duero
canta una voz lastimera:«La tierra de Alvargonzález
se colmará de riqueza,
y el que la tierra ha labrado
no duerme bajo la tierra.»   Llegados son a un paraje
en donde el pinar se espesa,
y el mayor, que abre la marcha,
su parda mula espolea,
diciendo: -Démonos prisa;
porque son más de dos leguas
de pinar y hay que apurarlas
antes que la noche venga.Dos hijos del campo, hechos
a quebradas y asperezas,
porque recuerdan un día
la tarde en el monte tiemblan.Allá en lo espeso del bosque
otra vez la copla suena:«La tierra de Alvargonzález
se colmará de riqueza,
y el que la tierra ha labrado
no duerme bajo la tierra».   Desde Salduero el camino
va al hilo de la ribera;
a ambas márgenes del río
el pinar crece y se eleva,
y las rocas se aborrascan,
al par que el valle se estrecha.Los fuertes pinos del bosque
con sus copas gigantescas
y sus desnudas raíces
amarradas a las piedras;
los de troncos plateados
cuyas frondas azulean,
pinos jóvenes; los viejos,
cubiertos de blanca lepra,
musgos y líquenes canos
que el grueso tronco rodean,
colman el valle y se pierden
rebasando ambas laderasJuan, el mayor, dice: -Hermano,
si Blas Antonio apacienta
cerca de Urbión su vacada,
largo camino nos queda.-Cuando hacia Urbión alarguemos
se puede acortar de vuelta,
tomando por el atajo,
hacia la Laguna Negra
y bajando por el puerto
de Santa Inés a Vinuesa.-Mala tierra y peor camino.
Te juro que no quisiera
verlos otra vez. Cerremos
los tratos en Covaleda;
hagamos noche y, al alba,
volvámonos a la aldea
por este valle, que, a veces,
quien piensa atajar rodea.Cerca del río cabalgan
los hermanos, y contemplan
cómo el bosque centenario,
al par que avanzan, aumenta,
y la roqueda del monte
el horizonte les cierra.El agua, que va saltando,
parece que canta o cuenta:«La tierra de Alvargonzález
se colmará de riqueza,
y el que la tierra ha labrado
no duerme bajo la tierra».
    Aunque la codicia tiene
redil que encierre la oveja,
trojes que guarden el trigo,
bolsas para la moneda,
y garras, no tiene manos
que sepan labrar la tierra.Así, a un año de abundancia
siguió un año de pobreza.   En los sembrados crecieron
las amapolas sangrientas;
pudrió el tizón las espigas
de trigales y de avenas;
hielos tardíos mataron
en flor la fruta en la huerta,
y una mala hechicería
hizo enfermar las ovejas.A los dos Alvargonzález
maldijo Dios en sus tierras,
y al año pobre siguieron
largos años de miseria.   Es una noche de invierno.
Cae la nieve en remolinos.
Los Alvargonzález velan
un fuego casi extinguido.El pensamiento amarrado
tienen a un recuerdo mismo,
y en las ascuas mortecinas
del hogar los ojos fijos.No tienen leña ni sueño.Larga es la noche y el frío
arrecia. Un candil humea
en el muro ennegrecido.El aire agita la llama,
que pone un  fulgor rojizo
sobre las dos pensativas 
testas de los asesinos.El mayor de Alvargonzález,
lanzando un ronco suspiro,
rompe el silencio, exclamando:-Hermano, ¡qué mal hicimos!El viento la puerta bate
hace temblar el postigo,
y suena en la chimenea
con hueco y largo bramido.Después, el silencio vuelve,
y a intervalos el pabilo
del candil chisporrotea
en el aire aterecido.El segundo dijo: -Hermano,
¡demos lo viejo al olvido!

  Es una noche de invierno.
Azota el viento las ramas
de los álamos. La nieve
ha puesto la tierra blanca.Bajo la nevada, un hombre
por el camino cabalga;
va cubierto hasta los ojos,
embozado en negra capa.Entrado en la aldea, busca
de Alvargonzález la casa,
y ante su puerta llegado,
sin echar pie a tierra, llama.   Los dos hermanos oyeron
una aldabada a la puerta,
y de una cabalgadura
los cascos sobre las piedras.Ambos los ojos alzaron
llenos de espanto y sorpresa.-¿Quién es?  Responda -gritaron.-Miguel -respondieron fuera.Era la voz del viajero
que partió a lejanas tierras.   Abierto el portón, entróse
a caballo el caballero
y echó pie a tierra. Venía
todo de nieve cubierto.En brazos de sus hermanos
lloró algún rato en silencio.Después dio el caballo al uno,
al otro, capa y sombrero,
y en la estancia campesina
buscó el arrimo del fuego.   El menor de los hermanos,
que niño y aventurero
fue más allá de los mares
y hoy torna indiano opulento,
vestía con ***** traje
de peludo terciopelo,
ajustado a la cintura
por ancho cinto de cuero.Gruesa cadena formaba
un bucle de oro en su pecho.Era un hombre alto y robusto,
con ojos grandes y negros
llenos de melancolía;
la tez de color moreno,
y sobre la frente comba
enmarañados cabellos;
el hijo que saca porte
señor de padre labriego,
a quien fortuna le debe
amor, poder y dinero.
De los tres Alvargonzález
era Miguel el más bello;
porque al mayor afeaba
el muy poblado entrecejo
bajo la frente mezquina,
y al segundo, los inquietos
ojos que mirar no saben
de frente, torvos y fieros.   Los tres hermanos contemplan
el triste hogar en silencio;
y con la noche cerrada
arrecia el frío y el viento.-Hermanos, ¿no tenéis leña?-dice Miguel.             -No tenemos
-responde el mayor.               Un hombre,
milagrosamente, ha abierto
la gruesa puerta cerrada
con doble barra de hierro.

El hombre que ha entrado tiene
el rostro del padre muerto.Un halo de luz dorada
orla sus blancos cabellos.
Lleva un haz de leña al hombro
y empuña un hacha de hierro.   De aquellos campos malditos,
Miguel a sus dos hermanos
compró una parte, que mucho
caudal de América trajo,
y aun en tierra mala, el oro
luce mejor que enterrado,
y más en mano de pobres
que oculto en orza de barro.   Diose a trabajar la tierra
con fe y tesón el indiano,
y a laborar los mayores
sus pegujales tornaron.   Ya con macizas espigas,
preñadas de rubios granos,
a los campos de Miguel
tornó el fecundo verano;
y ya de aldea en aldea
se cuenta como un milagro,
que los asesinos tienen
la maldición en sus campos.   Ya el pueblo canta una copla
que narra el crimen pasado:«A la orilla de la fuente
lo asesinaron.¡qué mala muerte le dieron
los hijos malos!En la laguna sin fondo
al padre muerto arrojaron.No duerme bajo la tierra
el que la tierra ha labrado».   Miguel, con sus dos lebreles
y armado de su escopeta,
hacia el azul de los montes,
en una tarde serena,
caminaba entre los verdes
chopos de la carretera,
y oyó una voz que cantaba:«No tiene tumba en la tierra.
Entre los pinos del valle
del Revinuesa,
al padre muerto llevaron
hasta la Laguna Negra».
    La casa de Alvargonzález
era una casona vieja,
con cuatro estrechas ventanas,
separada de la aldea
cien pasos y entre dos olmos
que, gigantes centinelas,
sombra le dan en verano,
y en el otoño hojas secas.   Es casa de labradores,
gente aunque rica plebeya,
donde el hogar humeante
con sus escaños de piedra
se ve sin entrar, si tiene
abierta al campo la puerta.   Al arrimo del rescoldo
del hogar borbollonean
dos pucherillos de barro,
que a dos familias sustentan.   A diestra mano, la cuadra
y el corral; a la siniestra,
huerto y abejar, y, al fondo,
una gastada escalera,
que va a las habitaciones
partidas en dos viviendas.   Los Alvargonzález moran
con sus mujeres en ellas.
A ambas parejas que hubieron,
sin que lograrse pudieran,
dos hijos, sobrado espacio
les da la casa paterna.   En una estancia que tiene
luz al huerto, hay una mesa
con gruesa tabla de roble,
dos sillones de vaqueta,
colgado en el muro, un *****
ábaco de enormes cuentas,
y unas espuelas mohosas
sobre un arcón de madera.   Era una estancia olvidada
donde hoy Miguel se aposenta.
Y era allí donde los padres
veían en primavera
el huerto en flor, y en el cielo
de mayo, azul, la cigüeña
-cuando las rosas se abren
y los zarzales blanquean-
que enseñaba a sus hijuelos
a usar de las alas lentas.   Y en las noches del verano,
cuando la calor desvela,
desde la ventana al dulce
ruiseñor cantar oyeran.   Fue allí donde Alvargonzález,
del orgullo de su huerta
y del amor a los suyos,
sacó sueños de grandeza.   Cuando en brazos de la madre
vio la figura risueña
del primer hijo, bruñida
de rubio sol la cabeza,
del niño que levantaba
las codiciosas, pequeñas
manos a las rojas guindas
y a las moradas ciruelas,
o aquella tarde de otoño,
dorada, plácida y buena,
él pensó que ser podría
feliz el hombre en la tierra.   Hoy canta el pueblo una copla
que va de aldea en aldea:«¡Oh casa de Alvargonzález,
qué malos días te esperan;
casa de los asesinos,
que nadie llame a tu puerta!»   Es una tarde de otoño.
En la alameda dorada
no quedan ya ruiseñores;
enmudeció la cigarra.   Las últimas golondrinas,
que no emprendieron la marcha,
morirán, y las cigüeñas
de sus nidos de retamas,
en torres y campanarios,
huyeron.           Sobre la casa
de Alvargonzález, los olmos
sus hojas que el viento arranca
van dejando. Todavía
las tres redondas acacias,
en el atrio de la iglesia,
conservan verdes sus ramas,
y las castañas de Indias
a intervalos se desgajan
cubiertas de sus erizos;
tiene el rosal rosas grana
otra vez, y en las praderas
brilla la alegre otoñada.   En laderas y en alcores,
en ribazos y en cañadas,
el verde nuevo y la hierba,
aún del estío quemada,
alternan; los serrijones
pelados, las lomas calvas,
se coronan de plomizas
nubes apelotonadas;
y bajo el pinar gigante,
entre las marchitas zarzas
y amarillentos helechos,
corren las crecidas aguas
a engrosar el padre río
por canchales y barrancas.   Abunda en la tierra un gris
de plomo y azul de plata,
con manchas de roja herrumbre,
todo envuelto en luz violada.   ¡Oh tierras de Alvargonzález,
en el corazón de España,
tierras pobres, tierras tristes,
tan tristes que tienen alma!   Páramo que cruza el lobo
aullando a la luna clara
de bosque a bosque, baldíos
llenos de peñas rodadas,
donde roída de buitres
brilla una osamenta blanca;
pobres campos solitarios
sin caminos ni posadas,¡oh pobres campos malditos,
pobres campos de mi patria!
    Una mañana de otoño,
cuando la tierra se labra,
Juan y el indiano aparejan
las dos yuntas de la casa.
Martín se quedó en el huerto
arrancando hierbas malas.   Una mañana de otoño,
cuando los campos se aran,
sobre un otero, que tiene
el cielo de la mañana
por fondo, la parda yunta
de Juan lentamente avanza.   Cardos, lampazos y abrojos,
avena loca y cizaña,
llenan la tierra maldita,
tenaz a pico y a escarda.   Del corvo arado de roble
la hundida reja trabaja
con vano esfuerzo; parece,
que al par que hiende la entraña
del campo y hace camino
se cierra otra vez la zanja.   «Cuando el asesino labre
será su labor pesada;
antes que un surco en la tierra,
tendrá una arruga en su cara».   Martín, que estaba en la huerta
cavando, sobre su azada
quedó apoyado un momento;
frío sudor le bañaba
el rostro.           Por el Oriente,
la luna llena, manchada
de un arrebol purpurino,
lucía tras de la tapia
del huerto.           Martín tenía
la sangre de horror helada.
La azada que hundió en la tierra
teñida de sangre estaba.   En la tierra en que ha nacido
supo afincar el indiano;
por mujer a una doncella
rica y hermosa ha tomado.   La hacienda de Alvargonzález
ya es suya, que sus hermanos
todo le vendieron: casa,
huerto, colmenar y campo.   Juan y Martín, los mayores
de Alvargonzález, un
Desde el amanecer, se cambia la ropa sucia de los altares y de los santos, que huele a rancia bendición, mientras los plumeros inciensan una nube de polvo tan espesa, que las arañas apenas hallan tiempo de levantar sus redes de equilibrista, para ir a ajustarías en los barrotes de la cama del sacristán.

Con todas las características del criminal nato lombrosiano, los apóstoles se evaden de sus nichos, ante las vírgenes atónitas, que rompen a llorar... porque no viene el peluquero a ondularles las crenchas.

Enjutos, enflaquecidos de insomnio y de impaciencia, los nazarenos pruébanse el capirote cada cinco minutos, o llegan, acompañados de un amigo, a presentarle la virgen, como si fuera su querida.

Ya no queda por alquilar ni una cornisa desde la que se vea pasar la procesión.

Minuto tras minuto va cayendo sobre la ciudad una manga de ingleses con una psicología y una elegancia de langosta.

A vista de ojo, los hoteleros engordan ante la perspectiva de doblar la tarifa.

Llega un cuerpo del ejército de Marruecos, expresamente para sacar los candelabros y la custodia del tesoro.

Frente a todos los espejos de la ciudad, las mujeres ensayan su mirada "Smith Wesson"; pues, como las vírgenes, sólo salen de casa esta semana, y si no cazan nada, seguirán siéndolo...
¡Campanas!
¡Repiqueteo de campanas!
¡Campanas con café con leche!
¡Campanas que nos imponen una cadencia al
abrocharnos los botines!
¡Campanas que acompasan el paso de la gente que pasa en las aceras!
¡Campanas!
¡Repiqueteo de campanas!

En la catedral, el rito se complica tanto, que los sacerdotes necesitan apuntador.

Trece siglos de ensayos permiten armonizar las florecencias de las rejas con el contrapaso de los monaguillos y la caligrafía del misal.

Una luz de "Museo Grevin" dramatiza la mirada vidriosa de los cristos, ahonda la voz de los prelados que cantan, se interrogan y se contestan, como esos sapos con vientre de prelado, una boca predestinada a engullir hostias y las manos enfermas de reumatismo, por pasarse las noches -de cuclillas en el pantano- cantando a las estrellas.

Si al repartir las palmas no interviniera una fuerza sobrenatural, los feligreses aplaudirían los rasos con que la procesión sale a la calle, donde el obispo -con sus ochenta kilos de bordados- bate el "record" de dar media vuelta a la manzana y entra nuevamente en escena, para que continúe la función...
¡Agua!
¡Agüita fresca!
¿Quién quiere agua?

En un flujo y reflujo de espaldas y de brazos, los acorazados de los cacahueteros fondean entre la multitud, que espera la salida de los "pasos" haciendo "pan francés".

Espantada por los flagelos de papel, la codicia de los pilletes revolotea y zumba en torno a las canastas de pasteles, mientras los nazarenos sacian la sed, que sentirán, en tabernas que expenden borracheras garantizadas por toda la semana.

Sin asomar las narices a la calle, los santos realizan el milagro de que los balcones no se caigan.

¡Agua!
¡Agüita fresca!
¿Quién quiere agua?
pregonan los aguateros al servirnos una reverencia de minué.

De repente, las puertas de la iglesia se abren como las de una esclusa, y, entre una doble fila de nazarenos que canaliza la multitud, una virgen avanza hasta las candilejas de su paso, constelada de joyas, como una cupletista.

Los espectadores, contorsionados por la emoción,
arráncanse la chaquetilla y el sombrero, se acalambran en
posturas de capeador, braman piropos que los nazarenos intentan callar
como el apagador que les oculta la cabeza.

Cuando el Señor aparece en la puerta, las nubes se envuelven con un crespón, bajan hasta la altura de los techos y, al verlo cogido como un torero, todas, unánimemente, comienzan a llorar.

¡Agua!
¡Agüita fresca!
¿Quién quiere agua?Las tribunas y las sillas colocadas enfrente del Ayuntamiento progresivamente se van ennegreciendo, como un pegamoscas de cocina.

Antes que la caballería comience a desfilar, los guardias civiles despejan la calzada, por temor a que los cachetes de algún trompa estallen como una bomba de anarquista.

Los caballos -la boca enjabonada cual si se fueran a afeitar- tienen las ancas tan lustrosas, que las mujeres aprovechan para arreglarse la mantilla y averiguar, sin darse vuelta, quién unta una mirada en sus caderas.

Con la solemnidad de un ejército de pingüinos, los nazarenos escoltan a los santos, que, en temblores de debutante, representan "misterios" sobre el tablado de las andas, bajo cuyos telones se divisan los pies de los "gallegos", tal como si cambiaran una decoración.

Pasa:
El Sagrado Prendimiento de Nuestro Señor, y Nuestra Señora del Dulce Nombre.
El Santísimo Cristo de las Siete Palabras, y María Santísima de los Remedios.
El Santísimo Cristo de las Aguas, y Nuestra Señora del Mayor Dolor.
La Santísima Cena Sacramental, y Nuestra Señora del Subterráneo.
El Santísimo Cristo del Buen Fin, y Nuestra Señora de la Palma.
Nuestro Padre Jesús atado a la Columna, y Nuestra Señora de las Lágrimas.
El Sagrado Descendimiento de Nuestro Señor, y La Quinta Angustia de María Santísima.

Y entre paso y paso:
¡Manzanilla! ¡Almendras garrapiñadas! ¡Jerez!

Estrangulados por la asfixia, los "gallegos" caen de rodillas cada cincuenta metros, y se resisten a continuar regando los adoquines de sudor, si antes no se les llena el tanque de aguardiente.

Cuando los nazarenos se detienen a mirarnos con sus ojos vacíos, irremisiblemente, algún balcón gargariza una "saeta" sobre la multitud, encrespada en un ¡ole!, que estalla y se apaga sobre las cabezas, como si reventara en una playa.

Los penitentes cargados de una cruz desinflan el pecho de las mamas en un suspiro de neumático, apenas menos potente al que exhala la multitud al escaparse ese globito que siempre se le escapa a la multitud.

Todas las cofradías llevan un estandarte, donde se lee:

                      S. P. Q. R.Es el día en que reciben todas las vírgenes de la ciudad.

Con la mantilla negra y los ojos que matan, las hembras repiquetean sus tacones sobre las lápidas de las aceras, se consternan al comprobar que no se derrumba ni una casa, que no resucita ningún Lázaro, y, cual si salieran de un toril, irrumpen en los atrios, donde los hombres les banderillean un par de miraduras, a riesgo de dejarse coger el corazón.

De pie en medio de la nave -dorada como un salón-, las vírgenes expiden su duelo en un sólido llanto de rubí, que embriaga la elocuencia de prospecto medicinal con que los hermanos ponderan sus encantos, cuando no optan por alzarles las faldas y persuadir a los espectadores de que no hay en el globo unas pantorrillas semejantes.

Después de la vigésima estación, si un fémur no nos ha perforado un intestino, contemplamos veintiocho "pasos" más, y acribillados de "saetas", como un San Sebastián, los pies desmenuzados como albóndigas, apenas tenemos fuerza para llegar hasta la puerta del hotel y desplomarnos entre los brazos de la levita del portero.

El "menú" nos hace volver en sí. Leemos, nos refregamos los ojos y volvemos a leer:

"Sopa de Nazarenos."
"Lenguado a la Pío X."

-¡Camarero! Un bife con papas.
-¿Con Papas, señor?...
-¡No, hombre!, con huevos fritos.Mientras se espera la salida del Cristo del Gran Poder, se reflexiona: en la superioridad del marabú, en la influencia de Goya sobre las sombras de los balcones, en la finura chinesca con que los árboles se esfuman en el azul nocturno.

Dos campanadas apagan luego los focos de la plaza; así, las espaldas se amalgaman hasta formar un solo cuerpo que sostiene de catorce a diez y nueve mil cabezas.

Con un ritmo siniestro de Edgar Poe -¡cirios rojos ensangrientan sus manos!-, los nazarenos perforan un silencio donde tan sólo se percibe el tic-tac de las pestañas, silencio desgarrado por "saetas" que escalofrían la noche y se vierten sobre la multitud como un líquido helado.

Seguido de cuatrocientas prostitutas arrepentidas del pecado menos original, el Cristo del Gran Poder camina sobre un oleaje de cabezas, que lo alza hasta el nivel de los balcones, en cuyos barrotes las mujeres aferran las ganas de tirarse a lamerle los pies.

En el resto de la ciudad el resplandor de los "pasos" ilumina las caras con una técnica de Rembrandt. Las sombras adquieren más importancia que los cuerpos, llevan una vida más aventurera y más trágica. La cofradía del "Silencio", sobre todo, proyecta en las paredes blancas un "film" dislocado y absurdo, donde las sombras trepan a los tejados, violan los cuartos de las hembras, se sepultan en los patios dormidos.

Entre "saetas" conservadas en aguardiente pasa la "Macarena", con su escolta romana, en cuyas corazas de latón se trasuntan los espectadores, alineados a lo largo de las aceras.

¡Es la hora de los churros y del anís!

Una luz sin fuerza para llegar al suelo ribetea con tiza las molduras y las aristas de las casas, que tienen facha de haber dormido mal, y obliga a salir de entre sus sábanas a las nubes desnudas, que se envuelven en gasas amarillentas y verdosas y se ciñen, por último, una túnica blanca.

Cuando suenan las seis, las cigüeñas ensayan un vuelo matinal, y tornan al campanario de la iglesia, a reanudar sus mansas divagaciones de burócrata jubilado.

Caras y actitudes de chimpancé, los presidiarios esperan, trepados en las rejas, que las vírgenes pasen por la cárcel antes de irse a dormir, para sollozar una "saeta" de arrepentimiento y de perdón, mientras en bordejeos de fragata las cofradías que no han fondeado aún en las iglesias, encallan en todas las tabernas, abandonan sus vírgenes por la manzanilla y el jerez.

Ya en la cama, los nazarenos que nos transitan las circunvoluciones redoblan sus tambores en nuestra sien, y los churros, anidados en nuestro estómago, se enroscan y se anudan como serpientes.

Alguien nos destornilla luego la cabeza, nos desabrocha las costillas, intenta escamotearnos un riñón, al mismo tiempo que un insensato repique de campanas nos va sumergiendo en un sopor.

Después... ¿Han pasado semanas? ¿Han pasado minutos?... Una campanilla se desploma, como una sonda, en nuestro oído, nos iza a la superficie del colchón.
¡Apenas tenemos tiempo de alcanzar el entierro!...

¿Cuatrocientos setenta y ocho mil setecientos noventa y nueve "pasos" más?

¡Cristos ensangrentados como caballos de picador! ¡Cirios que nunca terminan de llorar! ¡Concejales que han alquilado un frac que enternece a las Magdalenas! ¡Cristos estirados en una lona de bombero que acaban de arrojarse de un balcón! ¡La Verónica y el Gobernador... con su escolta de arcángeles!

¡Y las centurias romanas... de Marruecos, y las Sibilas, y los Santos Varones! ¡Todos los instrumentos de la Pasión!... ¡Y el instrumento máximo, ¡la Muerte!, entronizada sobre el mundo..., que es un punto final!

¿Morir? ¡Señor! ¡Señor!
¡Libradnos, Señor!
¿Dormir? ¡Dormir! ¡Concedédnoslo,
Señor!
Cuando me confiscaron la palabra
y me quitaron hasta el horizonte
cuando salí silvando despacito
y hasta hice bromas con el funcionario
de emigración o desintegración
y hubo el adiós de siempre con la mano
a la familia firme en la baranda
a los amigos que sobrevivían
y un motor el derecho tosió fuerte
y movió la azafata sus pestañas
como diciendo a vos yo te conozco
yo tenía estudiada una teoría
del exilio mis pozos del exilio
pero el cursillo no sirvió de nada

cómo saber que las ciudades reservaban
una cuota de su amor más austero
para los que llegábamos
con el odio pisándonos la huella
cómo saber que nos harían sitio
entre sus escaseces más henchidas
y sin averiguarnos los fervores
ni mucho menos el grupo sanguíneo
abrirían de par en par sus gozos
y también sus catástrofes
para que nos sintiéramos
igualito que en casa

cómo saber que yo mismo iba a hallar
sábanas limpias desayunos abrazos
en pueyrredón y french
en canning y las heras
y en lince
y en barranco
y en arequipa al tres mil seiscientos
y en el vedado
y dondequiera

siempre hay calles que olvidan sus balazos
sus silencios de pizarra lunar
y eligen festejarnos recibirnos llorarnos
con sus tiernas ventanas que lo comprenden todo
e inesperados pájaros entre flores y hollines
también plazas con pinos discretísimos
que preguntan señor cómo quedaron
sus acacias sus álamos
y los ojos se nos llenan de láminas
en rigor nuestros árboles están sufriendo como
por otra parte sufren los caballos la gente
los gorriones los paraguas las nubes
en un país que ya no tiene simulacros

es increíble pero no estoy solo
a menudo me trenzo con manos o con voces
o encuentro una muchacha para ir lluvia adentro
y alfabetizarme en su áspera hermosura
quién no sabe a esta altura que el dolor
es también un ilustre apellido

con éste o con aquélla nos miramos de lejos
y nos reconocemos por el rictus paterno
o la herida materna en el espejo
el llanto o la risa como nombres de guerra
ya que el llanto o la risa legales y cabales
son apenas blasones coberturas

estamos desarmados como sueño en andrajos
pero los anfitriones nos rearman de apuro
nos quieren como aliados y no como reliquias
aunque a veces nos pidan la derrota en hilachas
para no repetirla

inermes como sueños así vamos
pero los anfitriones nos formulan preguntas
que incluyen su semilla de respuesta
y ponen sus palomas mensajeras y lemas
a nuestra tímida disposición
y claro sudamos los mismos pánicos
temblamos las mismas preocupaciones

a medida que entramos en el miedo
vamos perdiendo nuestra extranjería
ei enemigo es una niebla espesa
es el común denominador o
denominador plenipotenciario

es bueno reanudar el enemigo
de lo contrario puede acontecer
que uno se ablande al verlo tan odioso
el enemigo es siempre el mismo cráte
todavía no hay volcanes apagados

cuando nos escondemos a regar
la maceta con tréboles venéreos
aceitamos bisagras filosóficas
le ponemos candado a los ex domicilios
y juntamos las viudas militancias
y desobedecemos a los meteorólogos
soñamos con axilas y grupas y caricias
despertamos oliendo a naftalina
todos los campanarios nos conmueven
aunque tan solo duren en la tarde plomiza
y estemos abollados de trabajo

el recuerdo del mar cuando no hay mar
nos desventura la insolencia y la sangre
y cuando hay mar de un verde despiadado
la ola rompe en múltiples agüeros

uno de los problemas de esta vida accesoria
es que en cada noticia emigramos
siempre los pies alados livianísirnos
del que espera la señal de largada
y claro a medida que la señal no llega
nos aplacamos y nos convertimos
en herines apiñados y reumáticos

y bien esa maciza ingravidez
alza sus espirales de huelo en el lenguaje
hablamos ele botijas o gurises
y nos traducen pibe riñe guagua
suena ta o taluego
y es como si cantáramos desvergonzadamente
do jamás se pone el sol se pone el sol

y nos aceptan siempre
nos inventan a veces
nos lustran la morriña majadera
con la nostalgia que hubieran tenido
o que tuvieron o que van a tener
pero además nos muestran ayeres y anteayeres
la película entera a fin de que aprendamos
que la tragedia es ave migratoria
que los pueblos irán a contramuerte
y el destino se labra con las uñas

habrá que agradecerlo de por vida
acaso más que el pan y la cama y el techo
y los poros alertas del amo
r habrá que recordar con un exvoto
esa pedagogía solidaria y tangible

por lo pronto se sienten orgullosos
de entender que no vamos a quedarnos
porque claro hay un cielo
que nos gusta tener sobre la crisma
así uno va fundando las patrias interinas
segundas patrias siempre fueron buenas
cuando no nos padecen y no nos compadecen
simplemente nos hacen un lugar junto al fuego
y nos ayudan a mirar las llamas
porque saben que en ellas vemos nombres y bocas

es dulce y prodigiosa esta patria interina
con manos tibias que reciben dando
se aprende todo menos las ausencias
hay certidumbres y caminos rotos
besos rendidos y provisionales
brumas con barcos que parecen barcos
y lunas que reciben nuestra noche
con tangos marineras sones rumbas
y lo importante es que nos acompañan
con su futuro a cuestas y sus huesos

esta patria interina es dulce y honda
tiene la gracia de rememorarnos
de alcanzarnos noticias y dolores
como si recogiera cachorros de añoranza
y los diera a la suerte de los niños

de a poco percibimos los signos del paisaje
y nos vamos midiendo primero con sus nubes
y luego con sus rabias y sus glorias
primero con sus nubes
que unas veces son fibras filamentos
y otras veces tan redondas y plenas
como tetas de madre treinteañera
y luego con sus rabias y sus glorias
que nunca son ambiguas

acostumbrándonos a sus costumbres
llegamos a sentir sus ráfagas de historia
y aunque siempre habrá un nudo inaccesible
un útero de glorias que es propiedad privada
igual nuestra confianza izará sus pendones
y creeremos que un día que también que ojalá

aquí no me segrego
tampoco me segregan
hago de centinela de sus sueños
podemos ir a escote en el error
o nutrirnos de otras melancolías

algunos provenimos del durazno y la uva
otros vienen del mango y el mamey
y sin embargo vamos a encontrarnos
en la indócil naranja universal

el enemigo nos vigila acérrimo
él y sus corruptólogos husmean
nos aprenden milímetro a milímetro
estudian las estelas que deja el corazón
pero no pueden descifrar el rumbo
se les ve la soberbia desde lejos
sus llamas vuelven a lamer el cielo
chamuscando los talones de dios

su averno monopólico ha acabado
con el infierno artesanal de leviatán

es fuerte el enemigo y sin embargo
mientras la bomba eleva sus hipótesis
y todo se asimila al holocausto
una chiva tranquila una chiva de veras
prosigue masticando en el islote

ella solita derrotó al imperio
todos tendríamos que haber volado
a abrazar a esa hermana
ella sí demostró lo indemostrable
y fue excepción y regla todo junto
y gracias a esa chiva de los pueblos
ay nos quedamos sin apocalipsis

cuando sentimos el escalofrío
y los malos olores de la ruina
siempre es bueno saber que en algún meridiano
hay una chiva a lo mejor un puma
un ñandú una jutía una lombriz
un espermatozoide un feto una criatura
un hombre o dos un pueblo
una isla un archipiélago
un continente un mundo
tan firmes y tan dignos de seguir masticando
y destruir al destructor y acaso
desapocalipsarnos para siempre

es germinal y aguda esta patria interina
y nuestro desconsuelo integra su paisaje
pero también lo integra nuestro bálsamo

por supuesto sabemos desenrollar la risa
y madrugar y andar descalzos por la arena
narrar blancos prodigios a los niños
inventar minuciosos borradores de amor
y pasarlos en limpio en la alta noche
juntar pedazos de canciones viejas
decir cuentos de loros y gallegos
y de alemanes y de cocodrilos
y jugar al pingpong y a los actores
bailar el pericón y la milonga
traducir un bolero al alemán
y dos tangos a un vesre casi quechua
claro no somos una pompa fúnebre
usamos el derecho a la alegría

pero cómo ocultarnos los derrumbes
el canto se nos queda en estupor
hasta el amor es de pronto una culpa
nadie se ríe de los basiliscos
he visto a mis hermanos en mis patrias suplentes
postergar su alegría cuando muere la nuestra
y ese sí es un tributo inolvidable

por eso cuando vuelva
                                      y algún día será
a mis tierras mis gentes y mi cielo
ojaló que el ladrillo que a puro riesgo traje
para mostrar al mundo cómo era mi casa
dure como mis duras devociones
a mis patrias suplentes compañeras
viva como un pedazo de mi vida
quede como un ladrillo en otra casa.
Nat G Asúnsolo Jul 2013
La vida ya no tiene mucho sentido
Podría estar atrapada en el limbo
Podría estar muerta; pero sólo traería un poco de tristeza y sería una mancha que borrar.

Estoy en una rutina en la que no hay por donde escapar
El tiempo es mi aliado y mi peor enemigo
Tengo tiempo de sobra, pero ansío momentos por llegar
La espera es eterna, y la eternidad se siente lenta, espesa y con mal sabor de boca que te llena de ansiedad.

Estoy clavada en el piso
Con pesadas cadenas que no me dejan volar
Y una jaula que evita mi escape final si es que me llego a liberar.

Soy una infante que se subió a un carrusel
Aquellos que se quedaron fuera para admirarla vagar, se distrajeron con algo más.
Soy una infante en un carrusel averiado
Que da vueltas y no hay un control para un final.

Todo es igual; la misma rutina, la misma jaula, y las mismas vueltas del carrusel. Yo soy igual; la misma criatura que esta encerrada y que ansía por salir.

Necesito algo que me libere de la rutina, algo que me quite las cadenas y abra la jaula; algo que tome el control y detenga el carrusel. Tiempo, ven ya. Te necesito.
¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra!
La Europa os brinda espléndido botín:
sangrienta charca sus campiñas sean,
de los grajos su ejército festín.
    ¡Hurra! ¡a caballo, hijos de la niebla!
Suelta la rienda, a combatir volad:
¿veis esas tierras fértiles?, las puebla
gente opulenta, afeminada ya.     Casas, palacios, campos y jardines,
todo es hermoso y refulgente allí:
son sus hembras celestes serafines,
su sol alumbra un cielo de zafir.
    ¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra!
La Europa os brinda espléndido botín:
sangrienta charca sus campiñas sean,
de los grajos su ejército festín.     Nuestros sean su oro y sus placeres,
gocemos de ese campo y ese sol;
son sus soldados menos que mujeres,
sus reyes viles mercaderes son.
    Vedlos huir para esconder su oro,
vedlos cobardes lágrimas verter...
¡Hurra! volad: sus cuerpos, su tesoro
huellen nuestros caballos con sus pies.
    ¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra!
La Europa os brinda espléndido botín:
sangrienta charca sus campiñas sean,
de los grajos su ejército festín.     Dictará allí nuestro capricho leyes,
nuestras casas alcázares serán,
los cetros y coronas de los reyes
cual juguetes de niños rodarán.
    ¡Hurra! ¡volad! a hartar nuestros deseos:
las más hermosas nos darán su amor,
y no hallarán nuestros semblantes feos,
que siempre brilla hermoso el vencedor.
    ¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra!
La Europa os brinda espléndido botín:
sangrienta charca sus campiñas sean,
de los grajos su ejército festín.     Desgarraremos la vencida Europa
cual tigres que devoran su ración;
en sangre empaparemos nuestra ropa
cual rojo manto de imperial señor.
    Nuestros nobles caballos relinchando
regias habitaciones morarán;
cien esclavos, sus frentes inclinando,
al mover nuestros ojos temblarán.
    ¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra!
La Europa os brinda espléndido botín:
sangrienta charca sus campiñas sean,
de los grajos su ejército festín.     Venid, volad, guerreros del desierto,
como nubes en negra confusión,
todos suelto el bridón, el ojo incierto,
todos atropellándose en montón.
    Id en la espesa niebla confundidos,
cual tromba que arrebata el huracán,
cual témpanos de hielo endurecidos
por entre rocas despeñados van.
    ¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra!
La Europa os brinda espléndido botín:
sangrienta charca sus campiñas sean,
de los grajos su ejército festín.     Nuestros padres un tiempo caminaron
hasta llegar a una imperial ciudad;
un sol más puro es fama que encontraron,
y palacios de oro y de cristal.
    Vadearon el Tibre sus bridones,
yerta a sus pies la tierra enmudeció;
su sueño con fantásticas canciones
la fada de los triunfos arrulló.
    ¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra!
La Europa os brinda espléndido botín:
sangrienta charca sus campiñas sean,
de los grajos su ejército festín.     ¡Qué! ¿No sentís la lanza estremecerse,
hambrienta en vuestras manos de matar?
¿No veis entre la niebla aparecerse
visiones mil que el parabién nos dan?
    Escudo de esas míseras naciones
era ese muro que abatido fue;
la gloria de Polonia y sus blasones
en humo y sangre convertidos ved.
    ¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra!
La Europa os brinda espléndido botín:
sangrienta charca sus campiñas sean,
de los grajos su ejército festín.     ¿Quién en dolor trocó sus alegrías?
¿Quién sus hijos triunfante encadenó?
¿Quién puso fin a sus gloriosos días?
¿Quién en su propia sangre los ahogó?
    ¡Hurra, cosacos! ¡gloria al más valiente!
Esos hombres de Europa nos verán:
¡Hurra! nuestros caballos en su frente
hondas sus herraduras marcarán.
    ¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra!
La Europa os brinda espléndido botín:
sangrienta charca sus campiñas sean,
de los grajos su ejército festín.     A cada bote de la lanza ruda,
a cada escape en la abrasada lid,
la sangrienta ración de carne cruda
bajo la silla sentiréis hervir.
    Y allá después en templos suntüosos,
sirviéndonos de mesa algún altar,
nuestra sed calmarán vinos sabrosos,
hartará nuestra hambre blanco pan.
    ¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra!
La Europa os brinda espléndido botín:
sangrienta charca sus campiñas sean,
de los grajos su ejército festín.     Y nuestras madres nos verán triunfantes,
y a esa caduca Europa a nuestros pies,
y acudirán de gozo palpitantes
en cada hijo a contemplar un rey.
    Nuestros hijos sabrán nuestras acciones,
las coronas de Europa heredarán,
y a conquistar también otras regiones
el caballo y la lanza aprestarán.
    ¡Hurra, cosacos del desierto! ¡Hurra!
La Europa os brinda espléndido botín:
sangrienta charca sus campiñas sean,
de los grajos su ejército festín.
En la isla en que detiene su esquife el argonauta
del inmortal Ensueño, donde la eterna pauta
de las eternas liras se escucha -isla de oro
en que el tritón elige su caracol sonoro
y la sirena blanca va a ver el sol- un día
se oye el tropel vibrante de fuerza y de harmonía.

Son los Centauros. Cubren la llanura. Les siente
la montaña. De lejos, forman són de torrente
que cae; su galope al aire que reposa
despierta, y estremece la hoja del laurel-rosa.

Son los Centauros. Unos enormes, rudos; otros
alegres y saltantes como jóvenes potros;
unos con largas barbas como los padres-ríos;
otros imberbes, ágiles y de piafantes bríos,
y robustos músculos, brazos y lomos aptos
para portar las ninfas rosadas en los raptos.

Van en galope rítmico, Junto a un fresco boscaje,
frente al gran Océano, se paran. El paisaje
recibe de la urna matinal luz sagrada
que el vasto azul suaviza con límpida mirada.
Y oyen seres terrestres y habitantes marinos
la voz de los crinados cuadrúpedos divinos.
 
Calladas las bocinas a los tritones gratas,
calladas las sirenas de labios escarlatas,
los carrillos de Eolo desinflados, digamos
junto al laurel ilustre de florecidos ramos
la gloria inmarcesible de las Musas hermosas
y el triunfo del terrible misterio de las cosas.
He aquí que renacen los lauros milenarios;
vuelven a dar su lumbre los viejos lampadarios;
y anímase en mi cuerpo de Centauro inmortal
la sangre del celeste caballo paternal.
 
Arquero luminoso, desde el Zodíaco llegas;
aun presas en las crines tienes abejas griegas;
aun del dardo herakleo muestras la roja herida
por do salir no pudo la esencia de tu vida.
¡Padre y Maestro excelso! Eres la fuente sana
de la verdad que busca la triste raza humana:
aun Esculapio sigue la vena de tu ciencia;
siempre el veloz Aquiles sustenta su existencia
con el manjar salvaje que le ofreciste un día,
y Herakles, descuidando su maza, en la harmonía
de los astros, se eleva bajo el cielo nocturno...
 
La ciencia es flor del tiempo: mi padre fue Saturno.
 
Himnos a la sagrada Naturaleza; al vientre
de la tierra y al germen que entre las rocas y entre
las carnes de los árboles, y dentro humana forma,
es un mismo secreto y es una misma norma,
potente y sutilísimo, universal resumen
de la suprema fuerza, de la virtud del Numen.
 
¡Himnos! Las cosas tienen un ser vital; las cosas
tienen raros aspectos, miradas misteriosas;
toda forma es un gesto, una cifra, un enigma;
en cada átomo existe un incógnito estigma;
cada hoja de cada árbol canta un propio cantar
y hay un alma en cada una de las gotas del mar;
el vate, el sacerdote, suele oír el acento
desconocido; a veces enuncia el vago viento
un misterio; y revela una inicial la espuma
o la flor; y se escuchan palabras de la bruma;
y el hombre favorito del Numen, en la linfa
o la ráfaga encuentra mentor -demonio o ninfa.
 
El biforme ixionida comprende de la altura,
por la materna gracia, la lumbre que fulgura,
la nube que se anima de luz y que decora
el pavimento en donde rige su carro Aurora,
y la banda de Iris que tiene siete rayos
cual la lira en sus brazos siete cuerdas, los mayos
en la fragante tierra llenos de ramos bellos,
y el Polo coronado de cándidos cabellos.
El ixionida pasa veloz por la montaña
rompiendo con el pecho de la maleza huraña
los erizados brazos, las cárceles hostiles;
escuchan sus orejas los ecos más sutiles:
sus ojos atraviesan las intrincadas hojas
mientras sus manos toman para sus bocas rojas
las frescas bayas altas que el sátiro codicia;
junto a la oculta fuente su mirada acaricia
las curvas de las ninfas del séquito de Diana;
pues en su cuerpo corre también la esencia humana
unida a la corriente de la savia divina
y a la salvaje sangre que hay en la bestia equina.
Tal el hijo robusto de Ixión y de la Nube.
 
Sus cuatro patas bajan; su testa erguida sube.
 
Yo comprendo el secreto de la bestia. Malignos
seres hay y benignos. Entre ellos se hacen signos
de bien y mal, de odio o de amor, o de pena
o gozo: el cuervo es malo y la torcaz es buena.
 
Ni es la torcaz benigna, ni es el cuervo protervo:
son formas del Enigma la paloma y el cuervo.
 
El Enigma es el soplo que hace cantar la lira.
 
¡El Enigma es el rostro fatal de Deyanira!
MI espalda aun guarda el dulce perfume de la bella;
aun mis pupilas llaman su claridad de estrella.
¡Oh aroma de su ****! ¡O rosas y alabastros!
¡Oh envidia de las flores y celos de los astros!
 
Cuando del sacro abuelo la sangre luminosa
con la marina espuma formara nieve y rosa,
hecha de rosa y nieve nació la Anadiomena.
Al cielo alzó los brazos la lírica sirena,
los curvos hipocampos sobre las verdes ondas
levaron los hocicos; y caderas redondas,
tritónicas melenas y dorsos de delfines
junto a la Reina nueva se vieron. Los confines
del mar llenó el grandioso clamor; el universo
sintió que un nombre harmónico sonoro como un verso
llenaba el hondo hueco de la altura; ese nombre
hizo gemir la tierra de amor: fue para el hombre
más alto que el de Jove; y los númenes mismos
lo oyeron asombrados; los lóbregos abismos
tuvieron una gracia de luz. ¡VENUS impera!
Ella es entre las reinas celestes la primera,
pues es quien tiene el fuerte poder de la Hermosura.
¡Vaso de miel y mirra brotó de la amargura!
Ella es la más gallarda de las emperatrices;
princesa de los gérmenes, reina de las matrices,
señora de las savias y de las atracciones,
señora de los besos y de los corazones.
 
¡No olvidaré los ojos radiantes de Hipodamia!
 
Yo sé de la hembra humana la original infamia.
Venus anima artera sus máquinas fatales;
tras sus radiantes ojos ríen traidores males;
de su floral perfume se exhala sutil daño;
su cráneo obscuro alberga bestialidad y engaño.
Tiene las formas puras del ánfora, y la risa
del agua que la brisa riza y el sol irisa;
mas la ponzoña ingénita su máscara pregona:
mejores son el águila, la yegua y la leona.
De su húmeda impureza brota el calor que enerva
los mismos sacros dones de la imperial Minerva;
y entre sus duros pechos, lirios del Aqueronte,
hay un olor que llena la barca de Caronte.
 
Como una miel celeste hay en su lengua fina;
su piel de flor aun húmeda está de agua marina.
Yo he visto de Hipodamia la faz encantadora,
la cabellera espesa, la pierna vencedora;
ella de la hembra humana fuera ejemplar augusto;
ante su rostro olímpico no habría rostro adusto;
las Gracias junto a ella quedarían confusas,
y las ligeras Horas y las sublimes Musas
por ella detuvieran sus giros y su canto.
 
Ella la causa fuera de inenarrable espanto:
por ella el ixionida dobló su cuello fuerte.
La hembra humana es hermana del Dolor y la Muerte.
 
Por suma ley un día llegará el himeneo
que el soñador aguarda: Cenis será Ceneo;
claro será el origen del femenino arcano:
la Esfinge tal secreto dirá a su soberano.
 
Naturaleza tiende sus brazos y sus pechos
a los humanos seres; la clave de los hechos
conócela el vidente; Homero con su báculo,
en su gruta Deifobe, la lengua del Oráculo.
 
El monstruo expresa un ansia del corazón del Orbe,
en el Centauro el bruto la vida humana absorbe,
el sátiro es la selva sagrada y la lujuria,
une sexuales ímpetus a la harmoniosa furia.
Pan junta la soberbia de la montaña agreste
al ritmo de la inmensa mecánica celeste;
la boca melodiosa que atrae en Sirenusa
es de la fiera alada y es de la suave musa;
con la bicorne bestia Pasifae se ayunta,
Naturaleza sabia formas diversas junta,
y cuando tiende al hombre la gran Naturaleza,
el monstruo, siendo el símbolo, se viste de belleza.
 
Yo amo lo inanimado que amó el divino Hesiodo.
 
Grineo, sobre el mundo tiene un ánima todo.
 
He visto, entonces, raros ojos fijos en mí:
los vivos ojos rojos del alma del rubí;
los ojos luminosos del alma del topacio
y los de la esmeralda que del azul espacio
la maravilla imitan; los ojos de las gemas
de brillos peregrinos y mágicos emblemas.
Amo el granito duro que el arquitecto labra
y el mármol en que duermen la línea y la palabra...
 
A Deucalión y a Pirra, varones y mujeres
las piedras aun intactas dijeron: "¿Qué nos quieres?"
 
Yo he visto los lemures florar, en los nocturnos
instantes, cuando escuchan los bosques taciturnos
el loco grito de Atis que su dolor revela
o la maravillosa canción de Filomela.
El galope apresuro, si en el boscaje miro
manes que pasan, y oigo su fúnebre suspiro.
Pues de la Muerte el hondo, desconocido Imperio,
guarda el pavor sagrado de su fatal misterio.
 
La Muerte es de la Vida la inseparable hermana.
 
La Muerte es la victoria de la progenie humana.
 
¡La Muerte! Yo la he visto. No es demacrada y mustia
ni ase corva guadaña, ni tiene faz de angustia.
Es semejante a Diana, casta y virgen como ella;
en su rostro hay la gracia de la núbil doncella
y lleva una guirnalda de rosas siderales.
En su siniestra tiene verdes palmas triunfales,
y en su diestra una copa con agua del olvido.
A sus pies, como un perro, yace un amor dormido.
 
Los mismos dioses buscan la dulce paz que vierte.
 
La pena de los dioses es no alcanzar la Muerte.
 
Si el hombre -Prometeo- pudo robar la vida,
la clave de la muerte serále concedida.
 
La virgen de las vírgenes es inviolable y pura.
Nadie su casto cuerpo tendrá en la alcoba obscura,
ni beberá en sus labios el grito de la victoria,
ni arrancará a su frente las rosas de su gloria...
 
Mas he aquí que Apolo se acerca al meridiano.
Sus truenos prolongados repite el Oceano.
Bajo el dorado carro del reluciente Apolo
vuelve a inflar sus carrillos y sus odres Eolo.
A lo lejos, un templo de mármol se divisa
entre laureles-rosa que hace cantar la brisa.
Con sus vibrantes notas de Céfiro desgarra
la veste transparente la helénica cigarra,
y por el llano extenso van en tropel sonoro
los Centauros, y al paso, tiembla la Isla de Oro.
En el mar
tormentoso
de Chile
vive el rosado congrio,
gigante anguila
de nevada carne.
Y en las ollas
chilenas,
en la costa,
nació el caldillo
grávido y suculento,
provechoso.
Lleven a la cocina
el congrio desollado,
su piel manchada cede
como un guante
y al descubierto queda
entonces
el racimo del mar,
el congrio tierno
reluce
ya desnudo,
preparado
para nuestro apetito.
Ahora
recoges
ajos,
acaricia primero
ese marfil
precioso,
huele
su fragancia iracunda,
entonces
deja el ajo picado
caer con la cebolla
y el tomate
hasta que la cebolla
tenga color de oro.
Mientras tanto
se cuecen
con el vapor
los regios
camarones marinos
y cuando ya llegaron
a su punto,
cuando cuajó el sabor
en una salsa
formada por el jugo
del océano
y por el agua clara
que desprendió la luz de la cebolla,
entonces
que entre el congrio
y se sumerja en gloria,
que en la olla
se aceite,
se contraiga y se impregne.
Ya sólo es necesario
dejar en el manjar
caer la crema
como una rosa espesa,
y al fuego
lentamente
entregar el tesoro
hasta que en el caldillo
se calienten
las esencias de Chile,
y a la mesa
lleguen recién casados
los sabores
del mar y de la tierra
para que en ese plato
tú conozcas el cielo.
hay hombres con una historia o dos
pero cab calloway tenía otra historia
a nadie la podía mostrar y le pesaba
más que el Día de la Santa Consolación

¡ah cab calloway hijo!
toda sabiduría es poca eso se sabe
con los brazos hundidos hasta el codo en la espesa marea
se le volvían dulces las mujeres

y terribles como un cuento de hadas
la Bella Durmiente se la pasaba despertando
cómo salir del bosque oscuro
cómo salir preguntaba cab calloway

"por áhi anda el cansancio haciendo ruidos" decía pero no
cab calloway arregló su corazón como una casa
puso la mesa y bebió
a la salud de todos los vivientes

ninguno conocía a cab calloway
pero una especie de huno o vos o calor o luz
se les caía en la cabeza según
cuando cab calloway brindaba

de modo que está bien
el pajarito está contento
salta y salta en la jaula y canta
¡ah cab calloway padre!

un día de estos se murió y lo enterraron con sus pies
que asistieron respetuosos a toda la ceremonia
y después se fueron por el campo
y en la pieza de cab calloway lloraban las mujeres

cuando las lágrimas se secaron
el pajarito se las comió
el pajarito está contento
salta y salta en la jaula y canta

una mujer a lo mejor le abrazaba los pies a cab calloway
antes de que se fueran por el campo
hundiéndose hasta el codo en la espesa marea
ya vueltos dulces dulces
El bosque centenario
En sus antros encierra
Ese silencio eterno que acompaña
A las salvajes pompas de la América.

En el espeso toldo
Que al sol el paso niega,
Los cenzontles que cantan en las noches,
De rama en rama sin zozobras vuelan.

Y el cardenal errante,
Y el colibrí de seda,
Al beso de las tibias alboradas,
Dando celos al iris, juguetean.

De las copas más altas,
Como argentadas hebras,
Las canas de los viejos ahuehuetes
Dan a los vientos sus robustas crenchas.

Y revistiendo el tronco
De secular corteza,
Matizando sus tronos de esmeralda,
Se abre a la luz la trepadora hiedra.

Tapiza el suelo un musgo
Que ni el verano seca,
Donde recoge el aire en las mañanas
Un sempiterno olor a flores nuevas.

El bosque centenario
En su extensión inmensa
Repercute en las tardes los acentos
Más dulces de los cánticos aztecas.

Las voces de una raza
Peregrina y guerrera
Que va dejando con su sangre hirviente
De su incesante caminar las huellas.

Y vagan esas notas
Dulcísimas y tiernas,
Enseñando a los pájaros salvajes
Tristes y melancólicas cadencias.

Las repite el cenzontle
En la noche serena,
Cuando la luna en el azul espacio
El heno de los árboles platea.

Las dice la calandria,
El clarín las remeda,
Y en las tardes de mayo los jilgueros
Trovan los himnos de su amor con ellas.

Y cuando en tristes horas
De lluvia y de tinieblas
La tempestad su carro de relámpagos
Sobre los viejos árboles pasea,

Y con ojos de llamas
La lechuza agorera
Predice la catástrofe y la muerte
Como alada Sibila de la selva,

Cuando los vientos rugen,
Cuando los troncos tiemblan
Y cual cinta de lumbre en ***** abismo
El rayo retumbando culebrea,

En el fondo del bosque,
Rasgando las tinieblas,
Se oye dulcísima y doliente
Que canta melancólicas endechas.

Son las notas de un arpa
De misteriosas cuerdas
En que surgen estrofas no aprendidas
Cuando calla el placer y hablan las penas.

Las extrañas canciones
Entre la sombra vuelan,
Mezclándose del viento a los rugidos
Y al sordo rebramar de la tormenta.

Vagan en el ramaje,
Cruzan por la maleza,
Y el paso no les corta la falange
De sabinos cual mudos centinelas.

Se extienden en los lagos
De superficie tersa
Donde crecen los juncos cimbradores
Y sus corolas abren las ninfeas.

Cruzan por los maizales
Cuyas cañas esbeltas
Sus hinchadas espigas, a las lluvias
Levantan a los cielos en ofrenda.

¿Quién canta esas canciones?
¿Quién dice esas endechas,
Que ya traspuesto el sol y quieto el mundo
Repiten los cenzontles en la selva?

¿De qué garganta brotan?
¿Quién delira con ellas
Y en la imponente majestad del bosque
En tristísimas horas las eleva?

Mirad, hay en el fondo,
Tras la enramada espesa,
Dominando los altos ahuehuetes
Una montaña de verdor cubierta.

La mano de un gigante
Amontonó sus piedras,
Sobre las cuales fabricó un palacio,
Para propio solaz, un rey azteca.

Son espesos sus muros,
Angostas son sus puertas,
Y parece, mirado desde lejos,
Vetusta cripta en la extensión desierta.

Pega el nopal al muro
Sus espinosas pencas,
Y como cenicientos obeliscos
Los órganos tristísimos lo cercan.

No tiene escudo noble
Tan rara fortaleza,
Ni levadizo puente, ni ancho foso,
Ni rastrillo, ni glacis, ni poterna.

No guarda férreos cascos,
Ni lanzas, ni rodelas,
Ni resonó jamás en sus salones
La armadura brutal de la Edad Media.

Los señores que ha visto
Esgrimen arco y flecha,
Llevan al combatir desnudo el ****
Y adornada con plumas la cabeza.

Obscuros son sus ojos,
Sus cabelleras negras,
Su cutis, siempre al sol, color de trigo,
Sencillas sus costumbres y su lengua.

En tan triste palacio
Con sus damas se hospeda
Siempre sola, llorosa y resignada,
Como un lirio con alma, una princesa.

Y vive sin que nadie
A visitarla venga,
Que por rencor y celos y venganza
Víctima del amor allí la encierran.

Amó, cual amar saben
En su raza, en su tierra,
Las mujeres que encienden sus pupilas
Con la del alma inextinguible hoguera,

Un hermano celoso
De su pasión intensa,
Mató al indio bizarro que formaba
El culto terrenal de la doncella.

Y entonces con la rabia
Que electriza a las fieras,
Cuando el artero cazador destroza
Al cachorro que esconden en la cueva,

Ella tomó en sus manos
La macana de piedra
Y castigó a su hermano con un golpe
Que bien pudo arrancarle la existencia.

El padre, como ejemplo,
Como justa sentencia,
La alejó de su lado y encerróla,
Del viejo bosque en la mansión severa.

Y allí con la alborada,
Cuando la luz despierta,
Cuando en todas las ramas hay cantares
Y alza un himno de amor toda la selva,

Cuando se abren las fibras
Y en sus corolas tiemblan
Los pintados y errantes chupamirtos
Que de sabrosas mieles se alimentan,

Se oye como desciende,
Por las abruptas peñas,
Envuelta en un mantón de blancas plumas,
Seguida de sus damas, la Princesa.

Siempre al pisar el bosque
Toma la misma senda,
Para buscar el sitio apetecido
En que el placer y la delicia encuentra.

Allá, bajo las ramas
Más verdes, más espesas,
Y donde en haces de colores vivos
El sol naciente sus fulgores quiebra,

Engastada en el musgo
Cual líquida turquesa,
Convidando a la vida y al deleite,
Espejo del follaje, está la alberca.

El manantial fecundo
Al fondo borbotea,
Sin que nadie perciba sus rumores
Ni la quietud perturbe de la selva.

Dicen que cuando alguno
Se posa en sus arenas,
Queda encantado y con extraña forma,
Y el que a buscarlo va, jamás lo encuentra.

Por eso todos temen,
Y aún los hombres recelan,
Sumergirse en las ondas cristalinas
De una agua tan azul y tan serena.

Sólo la hermosa joven,
Cuando a los bordes llega,
Fija en el manantial una mirada
Que es la viva expresión de una promesa.

Deja el manto de pluma,
Sus cabellos destrenza,
Y a las caricias púdicas del agua,
Dando tregua al dolor, feliz se entrega.

Y míranse en las ondas
Las formas hechiceras,
Deslizarse flotantes y tranquilas
Como la flor que la corriente lleva.

Si el bello busto asoma,
Sobre los senos ruedan
Las gotas trasparentes y brillantes
Como si fuesen lágrimas o perlas.

Y cuando el cuerpo airoso
Quieto flotando queda,
Parece que el cristal azul y terso,
Enamorado sus contornos besa.

Semeja blanca ondina,
Ruborosa sirena,
Que, con un beso, el sol americano
Quemó su piel y la tornó trigueña.

¿Oís? cantan muy dulce
Las aves de la selva,
Las brisas no estremecen el ramaje,
Ni el heno gris en los sabinos tiembla.

El aire está suspenso,
Ningún rumor se eleva,
Porque en el viejo bosque centenario
Juega desnuda la gentil doncella.


Salta un instante al borde
De la azulosa terma,
Y los encantos que la dio natura
Sin velo encubridor al aire muestra.

Y escúchase de pronto
Un grito de sorpresa,
Cual lo lanzara el que soñó en un cielo
Y al fin, sin esperarlo, lo contempla.

Por el vetusto bosque,
El grito aquel resuena,
Y levanta los ojos espantados
La ninfa que en las aguas se refleja.

Y sin tino, temblando,
Pálida, como muerta,
Descubre entre las ramas de un sabino
De un ser desconocido la cabeza.

Es un amante osado,
Es un guerrero azteca,
Que adora a la doncella y la persigue,
Y hoy en su virgen desnudez la acecha.

Sin conceder más tiempo
De que sus formas vea,
Herida en su pudor la altiva joven
Se sumerge en el agua con violencia.

Y al manantial desciende
Y toca sus arenas,
Y se pierde a los ojos de sus damas
Y el guerrero la busca y no la encuentra.

Cruzaron varios soles
Por la azulada esfera,
Y nadie supo el postrimer destino
De aquella humana y púdica azucena.
Que allí quedó encantada,
Refieren las leyendas,
Y que al mediar los soles y las lunas
Flota sobre la líquida turquesa.

Su nombre ignoran todos,
Nadie ignora sus penas,
Y quedan de sus gracias como espejo
Los movibles cristales de la alberca.
Pablo Paredes Oct 2015
Debo esperar toda la noche para ver el amanecer;
sin embargo, hoy no tengo ganas de esperar.
La belleza de un nuevo día se vuelve motor de ilusión,
pero a tu lado ya no es necesario.

Debo dejar marchitar la rosa y que vuele al viento,
pero en tus brazos el deber se vuelve castigo.
Mis manos buscan las tuyas en muestra de deseo,
mientras tú yaces inomovil esperando la caricia.

El corazón no se contecta con quimeras de noche,
en lo oscuro se confude el amor con la pasión.
Y mientras el humo se desvanece, tambien la noche

Debo esperar al amenecer, falta tan poco.
Debo calentarme en tus brazos, lo necesito.

Poco a poco el sol va saliendo, y admirando tu cuerpo
en la cama enciendo uno más. La espesa neblina
completa tu misión.

Me levanto y parto, ya ha salido el sol;
Es un nuevo día. No necesito tu calor de invernadero,
ya ha salido el sol.
Por esta selva tan espesa,
donde nunca el sol penetró,
buscando voy una princesa
que se me perdió.

Entre los árboles copudos,
entre las lianas verdinegras
que trepan por los desnudos
troncos, como culebras;

entre las rocas de hosquedad
hostil y provocativa
y la pavorosa soledad
y la penumbra esquiva,

buscando voy una princesa
rubia como la madrugada
que no ha partido y que no regresa
desta espesura malhadada.

Dicen que al fin de aquella ruta,
que bordan el ciprés y el enebro,
hay una reina muy enjuta
que mora en un castillo muy *****;

que guarda en fieros torreones
otras princesas como la mía,
y que es sorda a las rogaciones
del desamparo y la agonía.

Mas, acaso si yo pudiese
ver a la reina, y su huella
seguir astuto, al cabo diese
con el castillo *****... ¡y con Ella!

Pero el más seguro instinto
no se sentiría capaz
de guiarse por el laberinto
desta penumbra pertinaz.

Es que el espíritu presiente
algo fatal que se avecina,
y es que acaso es más imponente
que lo que vemos claramente
lo que tan sólo se adivina.

Heme aquí, pues, con la alma opresa
en medio de obscuridad,
enamorado de una princesa
que se perdió en la selva espesa
tal vez por una eternidad...
¡Se celebra el adulterio de María con la Paloma Sacra!
Una lluvia pulverizada lustra La Plaza de las Verduras, se hincha en globitos que navegan por la vereda y de repente estallan sin motivo.
Entre los dedos de las arcadas, una multitud espesa amasa su desilusión; mientras, la banda gruñe un tiempo de vals, para que los estandartes den cuatro vueltas y se paren.
La Virgen, sentada en una fuente, como sobre un bidé, derrama un agua enrojecida por las bombitas de luz eléctrica que le han puesto en los pies.
¡Guitarras! ¡Mandolinas! ¡Balcones sin escalas y sin Julietas! Paraguas que sudan y son como la supervivencia de una flora ya fósil. Capiteles donde unos monos se entretienen desde hace nueve siglos en hacer el amor.
El cielo simple, verdoso, un poco sucio, es del mismo color que el uniforme de los soldados.
Almendra Isabel Jun 2014
´
Creyeron que era pálida, luego
la encontraron más viva que el
susurro colorido de un árbol de almendra,
estaba ahí llena de figuras de luz
paseándose como cisnes por su frente, entre
la gente, la espesa llama clara de sus pasos
fue inspirando a cada músico, a cada pintor
a cada hombre de traje de lino que caminaba
por el bulevar de los ángeles rotos, creyeron
que su voz era débil, mas cuando la escucharon
una trompeta de caballería anuncio su coro,
tenía tanto esplendor que hubiera dado le vida
a los hombres de piedra, y susurrar sus nombres
era el sabor de un almendro en los labios llenos
de ocasión para el disturbio de la inspiración,
en sus manos se formaban espigas de trigo
lleno de miel, de su espalda podían nacer
tanto gladiolos como destellantes oxidianas suaves,
creyeron que estaba dormida, pero ella ya andaba volando.
-¡Qué fresca es la sombra del plátano! De una hoja de plátano se desprenden infinitas hojas de agua que están descendiendo siempre. Me gustan las hojas verdes, acanaladas, y los racimos, y los retoños unánimes, agudos, como una bandada de peces hacia arriba. ¿Has visto el tronco? Es un panal de agua.

Me gusta el platanar con su humedad sombría y derribada, con su lecho en que se pudre el  sol y con sus hojas golpeadas y tranquilas. Me gusta el platanar cuando llueve porque suena sonoramente, porque se alegra como una bestia bañándose y saltando.

Me gusta la sombra del plátano y sus pequeños nidos de aire, y el aire dulce y torpe aprendiendo a volar. Me gusta tirarme en el suelo sin raíces y sentir cómo transcurre el agua y quedarme inmóvil, oyendo.

Fuimos al mar. ¡Qué miedo tuve y qué alegría. Es un enorme animal inquieto. Golpea y sopla, se enfurece, se calma, siempre asusta. Parece que nos mirara desde dentro, desde lo hondo, con muchos ojos, con ojos iguales a los que tenemos en el corazón para mirar de lejos o en la obscuridad.

En un principio nos tiró varias veces. Después Adán se enfureció y se puso a dar de puñetazos a las olas. A mí me dio risa, me quedé en la playa mirando. Adán no podía. Al rato salió cansado, húmedo, y no dijo nada, y se durmió.

Entonces me puse a oír el mar. Ya iba obscureciendo. Suena igual que la noche, con un vasto, infinito silencio, con una honda voz. Se extiende su sonido obscuro y nos penetra por todas partes. Es un sonido de agua espesa, de agua que quiere levantarse como un animal herido.

De ahora en adelante viviremos a la orilla del mar. Aquí están a la misma altura el sol y el mar, a la misma profundidad las estrellas y los grandes peces.

Aprenderemos el mar, Él también tiene sus montañas y sus vastas llanuras, sus pájaros, sus minerales, y su vegetación unánime y difícil. Aprenderemos sus cambios, sus estaciones, su permanencia en el mundo como una enorme raíz, la raíz del árbol de agua que aprieta la tierra, el árbol inmenso que se extiende en el espacio hasta siempre.

El mar es bueno y terrible como mi padre. Yo le quiero decir padre mar. Padre mar, sostenme, engéndrame de nuevo en tu corazón. Hazme incorruptible, receptora del mundo, purificadora a pesar.
Innecesario, viéndome en los espejos,
con un gusto a semanas, a biógrafos, a papeles,
arranco de mi corazón al capitán del infierno,
establezco cláusulas indefinidamente tristes.

Vago de un punto a otro, absorbo ilusiones,
converso con los sastres en sus nidos:
ellos, a menudo, con voz fatal y fría,
cantan y hacen huir los maleficios.

Hay un país extenso en el cielo
con las supersticiosas alfombras del arco-iris
y con vegetaciones vesperales:
hacia allí me dirijo, no sin cierta fatiga,
pisando una tierra removida de sepulcros un tanto frescos,
yo sueño entre esas plantas de legumbre confusa.

Paso entre documentos disfrutados, entre orígenes,
vestido como un ser original y abatido:
amo la miel gastada del respeto,
el dulce catecismo entre cuyas hojas
duermen violetas envejecidas, desvanecidas,
y las escobas, conmovedoras de auxilio,
en su apariencia hay, sin duda, pesadumbre y certeza.
Yo destruyo la rosa que silba y la ansiedad raptora:
yo rompo extremos queridos: y aún mas,
aguardo el tiempo uniforme, sin medida:
un sabor que tengo en el alma me deprime.

Qué día ha sobrevenido! Qué espesa luz de leche,
compacta, digital, me favorece!
He oído relinchar su rojo caballo
desnudo, sin herraduras y radiante.
Atravieso con él sobre las iglesias,
galopo los cuarteles desiertos de soldados
y un ejército impuro me persigue.
Sus ojos de eucaliptus roban sombra,
su cuerpo de campana galopa y golpea.

Yo necesito un relámpago de fulgor persistente,
un deudo festival que asuma mis herencias.
J Eduardo Ramos Aug 2014
Una noche en la Ciudad de México,
En esa ciudad antigua, espesa de cultura sobre un árido Lago de Texcoco;
primitiva como sus religiones sangrientas, y moderna como afilado
Cuchillo de plata y nácar.
Aunque las piramides de el sol
Y la luna
No fueron testigos,
Y no nos encontramos abrazados, desnudos, sobre la Calzada de Los Muertos,
La nívea sabana se tiño de virginal
Pureza en rojo de entrega,
tu vez primera.

J Eduardo Ramos©
Con mi razón apenas, con mis dedos,
con lentas aguas lentas inundadas,
caigo al imperio de los nomeolvides,
a una tenaz atmósfera de luto,
a una olvidada sala decaída,
a un racimo de tréboles amargos.Caigo en la sombra, en medio
de destruidas cosas,
y miro arañas, y apaciento bosques
de secretas maderas inconclusas,
y ando entre húmedas fibras arrancadas
al vivo ser de substancia y silencio.Dulce materia, oh rosa de alas secas,
en mi hundimiento tus pétalos
subo con pies pesados de roja fatiga,
y en tu catedral dura me arrodillo
golpeándome los labios con un ángel.Es que soy yo ante tu color de mundo,
ante tus pálidas espadas muertas,
ante tus corazones reunidos,
ante tu silenciosa multitud.
Soy yo ante tu ola de olores muriendo,
envueltos en otoño y resistencia:
soy yo emprendiendo un viaje funerario
entre sus cicatrices amarillas:soy yo con mis lamentos sin origen,
sin alimentos, desvelado, solo,
entrando oscurecidos corredores,
llegando a tu materia misteriosa.
Veo moverse tus corrientes secas,
veo crecer manos interrumpidas,
oigo tus vegetales oceánicos
crujir de noche y furia sacudidos,
y siento morir hojas hacia adentro,
incorporando materiales verdes
a tu inmovilidad desamparada.Poros, vetas, círculos de dulzura,
peso, temperatura silenciosa,
flechas pegadas a tu alma caída,
seres dormidos en tu boca espesa,
polvo de dulce pulpa consumida,
ceniza llena de apagadas almas,
venid a mí, a mi sueño sin medida,
caed en mi alcoba en que la noche cae
y cae sin cesar como agua rota,
y a vuestra vida, a vuestra muerte asidme,
a vuestros materiales sometidos,
a vuestras muertas palomas neutrales,
y hagamos fuego, y silencio, y sonido,
y ardamos, y callemos, y campanas.
Oh Maligna, ya habrás hallado la carta, ya habrás llorado de furia,
y habrás insultado el recuerdo de mi madre
llamándola perra podrida y madre de perros,
ya habrás bebido sola, solitaria, el té del atardecer
mirando mis viejos zapatos vacíos para siempre,
y ya no podrás recordar, mis enfermedades, mis sueños nocturnos, mis comidas
sin maldecirme en voz alta como si estuviera allí aún,
quejándome del trópico, de los coolies coringhis,
de las venenosas fiebres que me hicieron tanto daño
y de los espantosos ingleses que odio todavía.

Maligna, la verdad, qué noche tan grande, qué tierra tan sola!
He llegado otra vez a los dormitorios solitarios,
a almorzar en los restaurantes comida fría, y otra vez
tiro al suelo los pantalones y las camisas,
no hay perchas en mi habitación, ni retratos de nadie en las paredes.
Cuánta sombra de la que hay en mi alma daría por recobrarte,
y qué amenazadores me parecen los nombres de los meses,
y la palabra invierno qué sonido de tambor lúgubre tiene.

Enterrado junto al cocotero hallarás más tarde
el cuchillo que escondí allí por temor de que me mataras,
y ahora repentinamente quisiera oler su acero de cocina
acostumbrado al peso de tu mano y al brillo de tu pie:
bajo la humedad de la tierra, entre las sordas raíces,
de los lenguajes humanos el pobre sólo sabría tu nombre,
y la espesa tierra no comprende tu nombre
hecho de impenetrables substancias divinas.

Así como me aflige pensar en el claro día de tus piernas
recostadas como detenidas y duras aguas solares,
y la golondrina que durmiendo y volando vive en tus ojos,
y el perro de furia que asilas en el corazón,
así también veo las muertes que están entre nosotros desde ahora,
y respiro en el aire la ceniza y lo destruido,
el largo, solitario espacio que me rodea para siempre.

Daría este viento del mar gigante por tu brusca respiración
oída en largas noches sin mezcla de olvido,
uniéndose a la atmósfera como el látigo a la piel del caballo.
Y por oírte orinar, en la oscuridad, en el fondo de la casa,
como vertiendo una miel delgada, trémula, argentina, obstinada,
cuántas veces entregaría este coro de sombras que poseo,
y el ruido de espadas inútiles que se oye en mi alma,
y la paloma de sangre que está solitaria en mi frente
llamando cosas desaparecidas, seres desaparecidos,
substancias extrañamente inseparables y perdidas.
Súbita, inesperada, espesa nieve
ciega el último oro
de los bosques.
Un orden nuevo y frío
sucede a la opulencia del otoño.
Troncos indiferentes.
Silencio dilatado en muertos ecos.
Sólo los cuervos
protestan en voz alta,
descienden a los valles
y -airados e insolentes-
ocupan los jardines
con su ***** equipaje de plumas y graznidos.
Inquietantes, incómodos, severos,
desde sus altos pulpitos marchitos
increpan a la tarde de noviembre
que exhibe todavía
entre sus galas secas
la belleza impasible de una rosa.
Caronte, piloto del fúnebre río,
que marcas el rumbo del viaje supremo,
hundiendo en las aguas el remo
tardío…

La cauta corriente desliza su onda
y el remo se cubre de negras espumas...
Y en tanto la proa redonda
taladra las brumas…

El pávido grupo de reos se hacina
y ceden las tablas del lento pontón
y arando su estela sinuosa rechina
el timón…

Caronte se yergue impasible,
flotante y revuelta su barba senil.
La sombra destaca su rostro terrible,
su enérgico y tosco perfil.

La densa tiniebla condensa
sus torres de ébano mate.
La lívida horda indefensa
mantiene su fe en el rescate...

Cual hosca pared de ceniza
se erige la niebla compacta en redor,
y el brillo fosfórico del agua plomiza
bifurca en la estela su efímero ardor.

Un pálido efebo se inclina en la borda,
y mira fatídicamente
la túrbida y sorda
corriente…

Un vasto silencio prestigia
los labios convulsos. La barca repleta
proyecta en la Estigia
su lúgubre y móvil silueta...

De pronto, flamígeras vetas
incendian la opaca quietud del confín,
y entonces se alargan las caras inquietas:
la gris travesía ya toca a su fin...

Hinchando sus músculos rema
con súbitos bríos el torvo piloto.
Y se oye un crujido. Caronte blasfema:
el remo se ha roto.

Caronte contempla el remo inservible
y una áspera mueca le arruga el perfil.
La cólera inflama su rostro terrible
y agita su barba senil.

Unánimemente,
los reos se ponen de pie:
tocando la meta del viaje doliente
parece salvarlos la fe.

La turba, frenética, danza
en torpe tumulto triunfal:
parece cumplirse la loca esperanza:
la barca se aleja del puerto fatal.

Y entonces Caronte
dilata su tórax velludo y potente,
contrae su recia testuz de bisonte
y se hunde en la espesa corriente.

La fétida onda le sube hasta el cuello,
pero él con brutal energía
ritmando su ronco resuello
remolca la barca sombría...

En grietas de viva escarlata
le sangran los bíceps por anchos rasguños:
el bárbaro esfuerzo amorata
sus sólidos puños.

La férrea mandíbula cruje
y emerge del cieno la tensa rodilla:
y sigue el titánico empuje
que acerca la barca a la orilla…

Apáticos, mudos, ceñudos,
reintegran los réprobos su grupo sombrío.
El viento flagela los torsos desnudos
rizando su látigo elástico y frío.

La espalda robusta se enarca
y entonces concluye la ruda faena:
con tardos vaivenes la barca
encalla en la arena…

Y el fiero barquero,
irguiendo sus hombros de atlante,
afinca sus piernas de bronce y de acero
y extiende la diestra sangrante...

Y entonces -nublada la frente,
vidriada la inmóvil pupila-,
resignadamente, trabajosamente,
la trágica horda desfila...
La luna segó tres veces
su alba cosecha de nardos.
Tres veces sobre la mar
bailaron fantasmas blancos.

La novia espera alisando
su largo cabello *****.
A veces, peine de plata;
a veces, peine de hierro.

Le dice al viento: -Ya viene.
La flor de la salvia reza:
-Yo formé almohada morada
para su triste cabeza.

La novia espera bordando,
en oro, banda de seda.
Por el camino una nube
espesa, de polvo denso.
Por el camino se acerca,
enlutado, un mensajero.

Pone la rodilla en tierra,
besa la mano de reina.
La novia mira a lo lejos
y grita ansiosa: -¡Ya llega!

Por el camino se acerca,
sangriento y mudo, un espectro.

Hinca la rodilla en tierra,
helado la boca besa
y lágrimas color sangre
caen en las vacías cuencas.

La novia cierra los ojos
y siente un frío de huesa.
Caminante apura el paso
y en esa puerta no llames
después que tras de los montes
se haya dormido la tarde.

En ese porche sombrío
todas las noches se aman
un espectro, que en el pecho
tiene sumida una daga,

y la novia que en el día
peinando el ***** cabello
aguarda pálida y triste
que regrese el caballero.

La noche se lo trae muerto
a recostarlo en su pecho.
Cuando resido en este país que no sueña
cuando vivo en esta ciudad sin párpados
donde sin embargo mi mujer me entiende
y ha quedado mi infancia y envejecen mis padres
y llamo a mis amigos de vereda a vereda
y puedo ver los árboles desde mi ventana
olvidados y torpes a las tres de la tarde
siento que algo me cerca y me oprime
como si una sombra espesa y decisiva
descendiera sobre mí y sobre nosotros
para encubrir a ese alguien que siempre afloja
el viejo detonador de la esperanza.

Cuando vivo en esta ciudad sin lágrimas
que se ha vuelto egoísta de puro generosa
que ha perdido su ánimo sin haberlo gastado
pienso que al fin ha llegado el momento
de decir adiós a algunas presunciones
de alejarse tal vez y hablar otros idiomas
donde la indiferencia sea una palabra obsena.

Confieso que otras veces me he escapado.
Diré ante todo que me asomé al Arno
que hallé en las librerías de Charing Cross
cierto Byron firmado por el vicario Bull
en una navidad de hace setenta años.
Desfilé entre los borrachos de Bowery
y entre los Brueghel de la Pinacoteca
comprobé cómo puede trastornarse
el equipo sonoro del Chateau de Langeais
explicando medallas e incensarios
cuando en verdad había sólo armaduras.

Sudé en Dakar por solidaridad
vi turbas galopando hasta la Monna Lisa
y huyendo sin mirar a Botticelli
vi curas madrileños abordando a rameras
y en casa de Rembrandt turistas de Dallas
que preguntaban por el comedor
suecos amontonados en dos metros de sol
y en Copenhague la embajada rusa
y la embajada norteamericana
separadas por un lindo cementerio.

Vi el cadáver de Lídice cubierto por la nieve
y el carnaval de Río cubierto por la samba
y en Tuskegee el rabioso optimismo de los negros
probé en Santiago el caldillo de congrio
y recibí el Año Nuevo en Times Square
sacándome cornetas del oído.

Vi a Ingrid Bergman correr por la Rue Blanche
y salvando las obvias diferencias
vi a Adenauer entre débiles aplausos vieneses
vi a Kruschev saliendo de Pennsylvania Station
y salvando otra vez las diferencias
vi un toro de pacífico abolengo
que no quería matar a su torero.
Vi a Henry Miller lejos de sus trópicos
con una insolación mediterránea
y me saqué una foto en casa de Jan Neruda
dormí escuchando a Wagner en Florencia
y oyendo a un suizo entre Ginebra y Tarascón
vi a gordas y humildes artesanas de Pomaire
y a tres monjitas jóvenes en el Carnegie Hall
marcando el jazz con negros zapatones
vi a las mujeres más lindas del planeta
caminando sin mí por la Vía Nazionale.

Miré
admiré
traté de comprender
creo que en buena parte he comprendido
y es estupendo
todo es estupendo
sólo allá lejos puede uno saberlo
y es una linda vacación
es un rapto de imágenes
es un alegre diccionario
es una fácil recorrida
es un alivio.

Pero ahora no me quedan más excusas
porque se vuelve aquí
siempre se vuelve.
La nostalgia se escurre de los libros
se introduce debajo de la piel
y esta ciudad sin párpados
este país que nunca sueña
de pronto se convierte en el único sitio
donde el aire es mi aire
y la culpa es mi culpa
y en mi cama hay un pozo que es mi pozo
y cuando extiendo el brazo estoy seguro
de la pared que toco o del vacío
y cuando miro el cielo
veo acá mis nubes y allí mi Cruz del Sur
mi alrededor son los ojos de todos
y no me siento al margen
ahora ya sé que no me siento al margen.

Quizá mi única noción de patria
sea esta urgencia de decir Nosotros
quizá mi única noción de patria
sea este regreso al propio desconcierto.
Estación invencible! En los lados del cielo un pálido
cierzo se acumulaba, un aire desteñido e invasor, y hacia todo
lo que los ojos abarcaban, como una espesa leche, como una cortina
endurecida existía, continuamente.
De modo que el ser se sentía aislado, sometido a esa
extraña substancia, rodeado de un cielo próximo, con el
mástil quebrado frente a un litoral blanquecino, abandonado de
lo sólido, frente a un transcurso impenetrable y en una casa de
niebla. Condenación y horror! De haber estado herido y
abandonado, o haber escogido las arañas, el luto y la sotana. De
haberse emboscado, fuertemente ahíto de este mundo, y de haber
conversado sobre esfinges y oros y fatídicos destinos. De haber
amarrado la ceniza al traje cotidiano, y haber besado el origen
terrestre con su sabor a olvido. Pero no. No.
Materias frías de la lluvia que caen sombríamente,
pesares sin resurrección, olvido. En mi alcoba sin retratos, en
mi traje sin luz, cuánta cabida eternamente permanece, y el
lento rayo recto del día cómo se condensa hasta llegar a
ser una sola gota oscura.
Movimientos tenaces, senderos verticales a cuya flor final a veces se
asciende, compañías suaves o brutales, puertas ausentes!
Como cada día un pan letárgico, bebo de un agua aislada!
Aúlla el cerrajero, trota el caballo, el caballejo empapado en
lluvia, y el cochero de largo látigo tose, el condenado! Lo
demás, hasta muy larga distancia permanece inmóvil,
cubierto por el mes de junio y sus vegetaciones mojadas, sus animales
callados, se unen como olas. Sí, qué mar de invierno,
qué dominio sumergido trata de sobrevivir, y, aparentemente
muerto, cruza de largos velámenes mortuorios esta densa
superficie?
A menudo, de atardecer acaecido, arrimo la luz a la ventana, y me miro,
sostenido por maderas miserables, tendido en la humedad como un
ataúd envejecido, entre paredes bruscamente débiles.
Sueño, de una ausencia a otra, y a otra distancia, recibido y amargo.
Amor, ahora nos vamos a la casa
donde la enredadera sube por las escalas:
antes que llegues tú llegó a tu dormitorio
el verano desnudo con pies de madreselva.

Nuestros besos errantes recorrieron el mundo:
Armenia, espesa gota de miel desenterrada,
Ceylán, paloma verde, y el Yang Tsé separando
con antigua paciencia los días de las noches.

Y ahora, bienamada, por el mar crepitante
volvemos como dos aves ciegas al muro,
al nido de la lejana primavera,

porque el amor no puede volar sin detenerse:
al muro o a las piedras del mar van nuestras vidas,
a nuestro territorio regresaron los besos.
Al timón de un gallardo navío
maniobra con manos prudentes un joven piloto.
A través de la niebla trepida con pávido brío
el metálico ritmo de un tañido remoto…

Es la ronca campana marina,
la inquietante campana,
la campana de alarma que plañe en la costa lejana,
al vaiven de la olas coléricas, su inquietud repentina.

Suena, suena en la noche, vigilante campana costeña,
revelando el acecho del escollo bravío;
suena, suena con ímpetu, y despierta al piloto que sueña
al timón de su débil navío!

Pero el nauta inexperto
no olvidó la prudencia
en el puerto.
Avizor, ambicioso y altivo -tres veces despierto-,
oyó al punto, a lo lejos, la sonora advertencia.

Y el ligero navío, de incontables tesoros repleto,
bajo el sólido puño del piloto se inclina,
y levanta la proa espumaste después, como un reto,
mientras vibra más trémula y próxima la campana
marina…

Y el esplendido y noble navío se aleja ágilmente,
y su blanco velamen gentil se destaca
en la espesa y opaca
neblina, eludiendo la rauda corriente,

bajo el gélido azote de la racha inclemente,
mientras hierve con sordo fragor la resaca...
.......................................................­.....................
Sí, Dios mio:
¡Se ha salvado un navío! Pero el orto navío
inmortal,
el navío inmortal que va a bordo de ese frágil
navío,
¿Qué piloto es capaz de alejarlo del escollo fatal?

Navío del alma, que ninguna bonanza sosiega;
que en el tosco navío del cuerpo navegas en pos
de una costa de luz que no llega:
Navega, navío sin brújula, navega, navega, navega!,
atento a la eterna y magnánima campana de Dios!
Mil quinientos treinta y siete,
Mes de abril.
Opaco día,
Y entre la niebla, la urbe
Del noble y temido Zipa.
Asoma el alba. Luz trémula
Con persistente llovizna
Se riega por la llanura
Que verde yerba tapiza.
En las montañas distantes
Se extiende espesa neblina.
Regando charcos, va el río
Manso y de aguas amarillas,
Entre árboles casi escuetos
Que soñolientos se inclinan,
Diseminados o en grupos
Al soplo de helada brisa.
Bohíos se ven regados
En la tristeza infinita
De los campos, donde sólo
Aquí y allá, cual sonrisas
En el húmedo silencio
De aquella mañana fría,
Corolas blancas y rojas
Entre zarzales oscilan.

Mudas las chozas. Apenas,
Como señales de vida,
Sobre los techos de paja
Aves que juegan y trinan.

Entre cercado de horcones
Se alza el palacio del Zipa.
Un ámbito enorme ocupa;
Y Quesada, ante su fila
De jinetes y soldados
Llega, la cota ceñida.
El acero desenvaina;
La bandera de Castilla
Hace desplegar al aire;
Toque de corneta vibra
En la mañana. Y silencio...
Hachas las puertas derriban
Con estrépito. No hay guardias
Que a los intrusos resistan.

El primer patio, desierto;
Luego una sala, vacía.
Los infantes y jinetes
Penetran, las armas listas,
Temiendo alguna asechanza,
Huyó con su gente el Zipa
A media noche, llevando
Sus trescientas concubinas,
Y a espaldas de indios el oro
Que en el palacio tenía,
Y todas sus esmeraldas
A región desconocida.

Tesoros, regios tesoros,
Que juntaron dinastías
En lento correr de siglos;
Esmeraldas de hondas minas
Que lucieron esplendentes
En diademas; gargantillas,
Brazaletes, áureas planchas
Que prietos pechos cubrían;
Riquezas de los santuarios...
En gruta remota, umbría,
Yaciendo estáis para siempre
Lejos de humana codicia,
Pues dejaron los cargueros
Con los tesoros la vida.

Avanzan. Patios, más patios...
Salas, más salas vacías.
Corredores... patios, salas...
Después huertos.

Fuertes vigas,
Desde lejanas regiones
Hasta la Corte traídas,
Sostienen los techos. Paja
Que cual oro vivaz brilla
Luce en los muros que exhiben
Telas de rojo teñidas
Y ornadas con plumas de aves
Cazadas en las orillas
Del Río Grande.

Al fin oro
Y esmeraldas escondidas
Sacaron, cavando el suelo,
Y así, con manos vacías
No se les vio. No encontrando
A quién con agua bendita
Cristianar, no fue perdido.

Para su provecho el día,
Y hasta para herrar caballos
Que despeados venían,
Andando entre barrizales
Y ascendiendo a serranías,
De baja ley oro hallaron

Huía lejos el Zipa.
Rezagados unos indios
Cabizbajos se veían;
Y aterrados, friolentos,
De charcos en las orillas
Se preguntaban: ¿Qué tribu
Será esa tribu sacrílega
Que a nuestro rey hace guerra?
¿Qué genio del mal envía
A esos terríficos monstruos
Que con cuatro pies caminan
Y que tienen dos cabezas
Y que lucen piel distinta
A la nuestra, y el semblante
Les cubre barba tupida?

En ese instante de miedo,
Frente al sol que ya se hundía,
Una salva de arcabuces
Se oyó en la llanura muisca.
Los hijos del Sol!... dijeron,
Y aterrados, la faz lívida,
Contra el suelo, sollozaban
La noche cayó sombría
En desolación profunda
Sobre la raza vencida.
De la brasa de amor que me consume
se alza la rosa de tu epifanía.
Canto de gozo en la mitad del día.
Sagarda columnita del perfume.

Fuego azul y elevado que me insume
tiempo de llanto y hora de alegría.
Cantares en sazón de letanía.
Tórtola fiel y ruiseñor implume.

La espesa sombra derrotada ha sido
por la llama feliz, clara memoria
de tu beso, en mi pecho estremecido.

Sólo leal a la tenaz historia
de tu amor y mi amor, lirio encendido
como un ascua de miel sobre la escoria.
En la noche del corazón
la gota de tu nombre lento
en silencio circula y cae
y rompe y desarrolla su agua.

Algo quiere su leve daño
y su estima infinita y corta,
como el paso de un ser perdido
de pronto oído.

De pronto, de pronto escuchado
y repartido en el corazón
con triste insistencia y aumento
como un sueño frío de otoño.

La espesa rueda de la tierra
su llanta húmeda de olvido
hace rodar, cortando el tiempo
en mitades inaccesibles.

Sus copas duras cubren tu alma
derramada en la tierra fría
con sus pobres chispas azules
volando en la voz de la lluvia.
Pesada, espesa y rumorosa,
en la ventana del castillo
la cabellera de la Amada
es un lampadario amarillo.

-Tus manos blancas, en mi boca.
-Mi frente en tu frente lunada.
Pelleas, ebrio, tambalea
bajo la selva perfumada.

-Melisanda, un lebrel aúlla
por los caminos de la aldea.
-Siempre que aúllan los lebreles
me muero de espanto, Pelleas.

-Melisanda, un corcel galopa
cerca del bosque de laureles.
-Tiemblo, Pelleas, en la noche
cuando galopan los corceles.

-Pelleas, alguien me ha tocado
la sien con una mano fina.
-Sería un beso de tu amado
o el ala de una golondrina.

En la ventana del castillo
es un lampadario amarillo
la milagrosa cabellera.

Ebrio, Pelleas enloquece:
su corazón también quisiera
ser una boca que la besa.
Los navegantes se bambolean sobre las rutas
que en los inéditos mares rubrican las carabelas.
Las cuerdas vibran ante las ráfagas que hinchan las velas,
y el agua ruge cuando entreabre sus hondas grutas.

Gajos que muestran púrpuras y otros de extrañas frutas
prometen costas donde el inicio de sus estelas.
Cual roncos órganos, truenan las olas sus cantinelas,
peinando en tanto sus cabelleras verdes e hirsutas.

De su invisible coro de liras y de violines
la brisa aclara las voces tímidas en los confines
donde la niebla teje su espesa malla inquietante.

Las naves pasan, como un desfile de solitarios
que aún exorcizan los espectros de los corsarios
sobre la ruta que trazó a siglos el Almirante!...
Nunca me cansaré de tu manera,
de tu risa suave, de tu primavera.
Ni de tus enojos, ni de tu mirar,
porque hasta en silencio me hacés respirar.

Sos mi luna clara cuando hay oscuridad,
mi faro en la noche, mi única verdad.
Sos la estrella viva que Van Gogh pintó,
la belleza eterna que en el cielo vio.

Me gusta tu enojo de niña traviesa,
tu silencio dulce, tu mirada espesa.
Cada gesto tuyo me parece hogar,
un rincón de cielo al que quiero entrar.

Aunque el tiempo enferme lo que ya pasó,
mi amor no se cansa, sigue siendo vos.
No importa el camino, no importa el dolor,
siempre voy a amarte con todo mi ardor.

Prometo en tu pecho dejarme quedar,
no habrá despedidas, no voy a soltar.
Porque en esta vida, porque en el amor,
nunca me cansaré, siempre serás vos.
esta es dedicatoria a mi pareja

— The End —