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William Nov 2017
La brisa trae cenizas que
me ensucian la cara
y se meten en mis ojos,
las pestañas largas
no logran impedirlo.

Me hace llorar
y los ojos rojos
se desangran.

La decadencia
jamás fue
tan vívida.
En el fondo de la calle, un edificio público aspira el mal olor de la ciudad.
Las sombras se quiebran el espinazo en los umbrales, se acuestan para fornicar en la vereda.
Con un brazo prendido a la pared, un farol apagado tiene la visión convexa de la gente que pasa en automóvil.
Las miradas de los transeúntes ensucian las cosas que se exhiben en los escaparates, adelgazan las piernas que cuelgan bajo las capotas de las victorias.
Junto al cordón de la vereda un quiosco acaba de tragarse una mujer.
Pasa: una inglesa idéntica a un farol. Un tranvía que es un colegio sobre ruedas. Un perro fracasado, con ojos de prostituta que nos da vergüenza mirarlo y dejarlo pasar (1).
De repente: el vigilante de la esquina detiene de un golpe de batuta todos los estremecimientos de la ciudad, para que se oiga en un solo susurro, el susurro de todos los senos al rozarse.
Yo tengo una carta que viene y va,
una carta que es solo tuya.
Sinceramente,
mis ojos son los únicos que te saben mirar
mientras que los tuyos
vienen y van.
Yo tengo un querer que se escapa por ahí,
un querer que es sólo para ti.

Entonces, enciende con tu fósforo,
yo esperaré dentro de la casa,
entra cuando se presenten mis brasas,
que ahora te manchan,
te ensucian,
te abrazan.

Sopla ahora, llévame volando;
has que me quede,
déjame en tus bolsillos;
déjame en tus redes,
hazme dormir en tus brazos
como manchas de un pasado blando.

Odia tener que limpiarme,
siendo yo el que te detenga.
Recórreme con tus dedos para quitarme,
recórreme con tu plumero para purificarme.

— The End —