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Poems

Iban diez mil soldados bajo la lluvia
y el cielo gris;
diez mil rostros amargos bajo el casco de acero,
marchando por el lodo sin fin.
Uno solo, entre tantos, sonreía:
era el soldado John Smith.

Cuatro semanas antes,
en el momento de partir,
diez mil madres lloraban. Una sola
sonreía, feliz.
Una sola. ¿Sabéis quién era?
-La madre del soldado John Smith.

En su granja de Ohio,
cuando la feria del maíz,
una gitana de ojos remotos
y brusco perfil,
contempló largamente la mano
de John Smith.

-«Generales y emperadores
se descubrirán ante ti…
Veo un desfile de estandartes
y un monumento en el confín…
Hallarás la gloria en la guerra,
John Smith».
Bajo la lluvia
y el cielo gris,
marchan hacia la muerte diez mil hombres
que no quieren morir.
Sólo sonríe uno, alto, flaco, pecoso:
se llama John Smith.

Sólo una, entre diez mil manos,
acaricia el fusil.
Quisieran decir que no, diez mil bocas.
Sólo una dice que sí.
Son la mano y la boca del soldado
John Smith.

Y cuando un oficial desenfunda su sable
y un hombrecillo sopla un clarín,
el primero en calar la bayoneta
y disponerse a combatir,
el primero de todos,
es el soldado John Smith.

Y allá va, chapoteando en el fango,
con un heroico frenesí.
Se siente capaz de algo grande
y seguro de no morir.
Es el que siempre va delante:
es… John Smith!

Ya han muerto Jack, y ****, y Denny.
Y otros cien más. Y luego, mil.
Pero él recuerda a la gitana,
cuando la feria del maíz:
«Hallarás la gloria en la guerra,
John Smith!».

Sí: es el único que sonríe…
Pero deja de sonreír.
Un asombro agranda sus ojos
y su mano suelta el fusil.
Con un hueco ***** en la frente,
cae el soldado John Smith.
Junto al viejo molino,
de ruidosas aspas de zinc,
en la abandonada trinchera
que parece una cicatriz,
se oye un ruido de palas
y alguien dice: «Cavad aquí…»

Hermoso sol, clara mañana
de abril.
Ya se van viendo los cadáveres
de los que no querían morir.
-Hay uno, con un hueco en la frente,
junto a un oxidado fusil.

Y es colocado en un suntuoso
ataúd de marfil,
y conducido solemnemente
por los bulevares de París,
y depositado en un monumento
de mármol rosa y piedra gris.

Generales y emperadores
se descubren al pasar por allí,
y resuenan las botas de los regimientos
entre intermitentes toques de clarín:
¡en la tumba del Soldado Desconocido,
reposa para siempre John Smith!
Mientras Juárez indomable
Va a los desiertos del Paso
A defender su bandera,
Firme como un espartano;
En Méjico, sostenido
Por el invasor extraño
Se erige un trono y le ocupa,
Más que ambicioso, engañado,
Un ilustre descendiente
Del más grande de los Carlos.

Joven, soñador y apuesto
Asciende a lugar tan alto,
Sin ver que a lo lejos flota
El pendón republicano,
Y sin recordar que el pueblo
Por quien, se sueña llamado,
En otro tiempo a un monarca
Lanzó del trono al cadalso

Recibiéronle animosos
Los que el cetro le entregaron,
Y al entrar por nuestras calles
Fue tan grande el entusiasmo
Que del nuevo rey los ojos
No pudieron, deslumbrados,
Mirar que las bayonetas
Que lo estaban custodiando
Eran de extranjeras tropas
Capaces de abandonarlo
Joven príncipe, ¿a qué vienes
¿Por qué dejas tu palacio
En medio de las azules
Ondas del Mediterráneo
Como un nido de gaviotas
Sobre un peñón solitario?

Este cielo azul no es tuyo,
No son tuyos estos lagos,
Ni estos sabinos del bosque
Que de viejos están canos.

Nada es tuyo, nada entiende
Tu acento, nada ha guardado
Cenizas de tus mayores
Que en otras tierras brillaron.

Tu sangre azul no es la sangre
De Cuauhtemoc ni de Hidalgo;
Cuanto te cerca es ajeno,
Cuanto te vela es extraño.

Príncipe noble ¿a qué vienes?
¿Por qué dejas tu palacio
Y aquellas ondas azules
De tu hermoso mar Adriático?

En medio de las tormentas
Que se alzarán a tu paso,
Cuando pronto te abandonen
Los que te están custodiando,
Hallarás como consuelo.
Como abrigo, como amparo,
La firmeza y el arrojo
Del soldado mejicano
Que cumple con su bandera
Satisfecho y resignado.

¡Torna príncipe al castillo
Donde viviste soñando,
Que por las gradas de un trono
Subir se puede a un cadalso!
Con inusitada pompa
En el ya imperial palacio
Se celebran los natales
Del reciente soberano.

Ya las guardias palatinas
De uniformes encarnados
Apuestos forman la valla
Luciendo adargas y cascos.

Ministros y chambelanes,
Consejeros y vasallos,
Ostentan con arrogancia
Sus pechos condecorados.

El salón de embajadores
Por su lujo aristocrático,
Recuerda a los que lo miran
De antiguos tiempos el fausto.

De pronto, por todas partes
Se extiende un rumor extraño
Y es que las gradas del trono
El Archiduque ha pisado.

Diversas clases sociales
Deben de felicitarlo
Y ya están los oradores
Por cada clase nombrados.

Un jurisconsulto experto,
Elocuente, pulcro y sabio
Es de la magistratura
El representante nato.

Le toca el lugar primero,
Habla con acento claro,
Con respeto se le escucha,
Se le mira con agrado,
Y estudio y saber revela
Cada frase de sus labios.

Su discurso no fue breve,
Su estilo elegante y franco
Y al acabar dijo alguno:
¡Bien por Lares! anhelando
Aplaudirlo, sin hacerlo
Por respeto al soberano.

Con elegancia vestido
Al clero representando
Se acercó un obispo al trono
Y dijo un discurso largo,
Lleno de notas y citas
Latinas, propias del caso.

Era el orador de fama
Por su elocuencia y su rango,
Célebre en aquellos tiempos
Entre oradores sagrados.

«No estuvo corto Ormachea»
Dijo después de escucharlo
Alguno a quien ya cansaba
La severidad del acto.

Nuevo rumor se produjo
Después en aquellos ámbitos
Al ver que al trono llegaba
A paso lento un soldado
De cabellos y ojos negros,
Tez cobriza, aspecto huraño,
Descendiente de las razas
Que en Anáhuac habitaron
Antes de que la conquista
Empobreciera a sus vástagos.

¡Formaba contraste brusco
La oscura tez del soldado
Con la tez brillante y blanca
Del Archiduque germano!

Quedó el indígena absorto,
Meditabundo y cortado,
Sin articular palabra,
La frente y los ojos bajos.

¿Quién es? preguntó un curioso
Y le respondió un anciano:
Se llama Tomás Mejía,
Y es general reaccionario:
Viene a hablar por el ejército.
-¿Y él hizo el discurso?
                                  -Varios
Le escribieron y ninguno,
Según dicen, le ha gustado;
El que dirá lo habrá escrito
O Muñoz Ledo o Arango

-Escuchemos:
                      -Trascurrían
Unos minutos muy largos;
Mejía estaba en silencio
Todo tembloroso y pálido,
En silencio los presentes
Y en silencio el soberano.

De pronto ven con asombro
Que el indígena soldado,
Abriendo los negros ojos
Que brillaban animados,
Perora sin dar lectura
Al papel que está en sus manos

-«Majestad -calló un momento;
Majestad -siguió turbado
Majestad -yo no he aprendido
Lo que otros por mí pensaron,
Pero si usted lo que busca
Es un corazón honrado,
Que lo quiera, lo respete,
Lo defienda sin descanso
Y la sirva sin dobleces,
Sin interés, sin engaño,
Aquí está mi corazón,
Aquí están, señor, mis brazos
Y en las horas de peligro,
Si al peligro juntos vamos,
Lo juro por mi bandera,
Sabré morir a su lado».

Con lágrimas en los ojos,
Trémulo Maximiliano,
Las fórmulas de la corte
Por un instante olvidando,
Bajó del trono y al punto
Dio al General un abrazo,
Que aplaudieron los presentes
Con lágrimas de entusiasmo.
Cayó el Príncipe más tarde
Y con él cayó el soldado
Que le dijo esas palabras
Llenos los ojos de llanto.

A don Tomás le ofrecieron
Del patíbulo salvarlo
Y él respondió: «Solamente
Que salven al soberano».

Un general victorioso,
De gran poder y alto rango,
Que le estaba agradecido
Por algún hecho magnánimo,
Fue y le dijo: «Yo podría
Lograr veros indultado;
Os estimo y necesito
A toda costa salvaros.
¿Queréis que os salve? decidlo,
Que no me daré descanso
Hasta que al fin me concedan
Lo que para vos reclamo».

-«Sólo admitiré el indulto,
Respondió el indio soldado,
Si me viene juntamente,
Con el de Maximiliano».

-Me pedís un imposible.
-Pues me moriré a su lado.
-Pensad que tenéis familia.
-Tan sólo a Dios se la encargo.

-Soy capaz de protegeros
Si os resolvéis a fugaros.
-¿Yal Emperador? -No; nunca.
-Pues su misma suerte aguardo.

Y como lo sabe el mundo,
Juntos fueron al cadalso
Y así selló con su sangre
Lo que dijeron sus labios.
He poblado tu vientre de amor y sementera,
he prolongado el eco de sangre a que respondo
y espero sobre el surco como el arado espera:
he llegado hasta el fondo.Morena de altas torres, alta luz y ojos altos,
esposa de mi piel, gran trago de mi vida,
tus pechos locos crecen hacia mí dando saltos
de cierva concebida.Ya me parece que eres un cristal delicado,
temo que te me rompas al más leve tropiezo,
y a reforzar tus venas con mi piel de soldado
fuera como el cerezo.Espejo de mi carne, sustento de mis alas,
te doy vida en la muerte que me dan y no tomo.
Mujer, mujer, te quiero cercado por las balas,
ansiado por el plomo.Sobre los ataúdes feroces en acecho,
sobre los mismos muertos sin remedio y sin fosa
te quiero, y te quisiera besar con todo el pecho
hasta en el polvo, esposa.Cuando junto a los campos de combate te piensa
mi frente que no enfría ni aplaca tu figura,
te acercas hacia mí como una boca inmensa
de hambrienta dentadura.Escríbeme a la lucha, siénteme en la trinchera:
aquí con el fusil tu nombre evoco y fijo,
y defiendo tu vientre de pobre que me espera,
y defiendo tu hijo.Nacerá nuestro hijo con el puño cerrado
envuelto en un clamor de victoria y guitarras,
y dejaré a tu puerta mi vida de soldado
sin colmillos ni garras.Es preciso matar para seguir viviendo.
Un día iré a la sombra de tu pelo lejano,
y dormiré en la sábana de almidón y de estruendo
cosida por tu mano.Tus piernas implacables al parto van derechas,
y tu implacable boca de labios indomables,
y ante mi soledad de explosiones y brechas
recorres un camino de besos implacables.Para el hijo será la paz que estoy forjando.
Y al fin en un océano de irremediables huesos
tu corazón y el mío naufragarán, quedando
una mujer y un hombre gastados por los besos.