Hay días en que no me soporto. No es drama. Es sinceridad brutal.
Me levanto tarde con el cuerpo pesado y el alma más todavía.
No tengo hambre, tengo ansiedad. No tengo sueño, tengo fuga. No estoy cansado, estoy perdido.
Mi cama se volvió mi trinchera. Mis excusas, religión. Y mis hábitos… esos malditos hábitos suaves como cuchillos de terciopelo, me matan sin que sangren las venas.
Me digo: —"Vas a cambiar". Y esa voz ya suena vacía, como una promesa que huele a mentira.
A veces me odio por dentro. No por maldad, sino por cobardía. Porque sé lo que tengo que hacer y no lo hago. Porque siento que puedo pero no quiero. Porque quiero querer, pero no me nace.
Mis hábitos no son solo acciones. Son grilletes dulces. Me sostienen cuando todo se cae, pero también me hunden.
El celular me roba minutos que podrían ser versos. La comida chatarra me anestesia el alma. El "mañana empiezo" es un mantra de fuga.
Yo no vine al mundo a ser espectador de mi historia. Pero lo fui. Por meses. Por días enteros. Despierto, pero dormido. Respirando, pero sin vida.
Y te confieso algo, sin filtro: me he fallado tanto que ahora cada paso correcto me duele. Pero también me sana.
Hoy escribo esto como quien deja un testamento antes de empezar de nuevo. Porque si no rompo este ciclo, este ciclo me rompe a mí.
Yo sé que la luz no llega sola. Se busca. Se trabaja. Se merece.
Y si estoy roto, no importa. Porque hasta las ruinas pueden ser casa si uno empieza a barrer el polvo del alma y deja entrar la primera verdad: