Una noche me senté a hablar con el universo. No había estrellas, no había luna, solo el frío de una pregunta sin forma.
Le dije: —¿Por qué estoy aquí?
Y el universo no respondió. Solo vibró. Como si la pregunta ya fuera una respuesta demasiado humana.
Entonces hablé conmigo mismo. —¿Y si no hay sentido? ¿Y si nací por error? ¿Y si pensar es solo una enfermedad de los seres conscientes?
Recordé a mi madre diciéndome que todo tiene un propósito. Pero las flores también mueren sin haber sido vistas jamás.
Pensé en Dios. No en el de los templos, sino en el que habita en el silencio… ese que nunca responde pero cuya ausencia pesa más que cualquier presencia.
Le pregunté: —¿Estás ahí o solo te inventé para que el vacío no me devore?
Silencio.
Los filósofos escribieron libros. Yo escribí cicatrices. Ellos pensaban con la mente. Yo pienso con lo que me duele.
El tiempo… ese río sin orillas que me arrastra aunque no quiera nadar. ¿Dónde empieza el yo? ¿Dónde termina?
Hoy me vi al espejo y no supe si el que estaba ahí era yo… o solo un eco de todas las decisiones que no tomé.
Dicen que somos libres, pero nacemos sin pedirlo, amamos sin quererlo, y morimos sin entenderlo.
¿Eso es libertad?
Quizás la única verdad es que no hay verdad. Solo preguntas que duelen más que las respuestas.
Y sin embargo, a pesar del caos, del absurdo, del miedo, sigo aquí.