A veces no quiero saber lo que soy, porque temblaría el mundo si la verdad me hablara. Quizá no soy fuerte, ni sabio, ni libre… solo un cobarde que aprendió a abrazar la mentira como si fuera madre.
Nos llenamos la boca con la palabra “verdad” como si todos tuviéramos el coraje de mirarla a los ojos. Pero la verdad no es luz. La verdad a veces es un fuego que arrasa y deja el alma en cenizas.
Vivimos en sueños que elegimos creer, construimos amores sobre ruinas que negamos ver, y caminamos por un puente de esperanzas que sabemos que no existe.
Pero callamos.
Y a veces, mentirnos es lo único que nos salva.
Porque si acepto que ya no me ama, me deshago. Si acepto que nunca fui suficiente, me hundo. Si acepto que el mundo es injusto, pierdo la fe. Y si acepto quién soy sin disfraz, ¿quién me sostiene?
No, la verdad no es libertad, es el filo que corta el alma cuando ya está cansada. Y nosotros, tan humanos, tan frágiles como el vidrio, nos envolvemos en mentiras suaves como vendas sobre heridas que jamás dejaron de sangrar.
¿Querés la verdad?
Yo no.
Yo quiero seguir creyendo que tengo un propósito, que soy especial, que algún día alguien me mirará y dirá: “valió la pena que existiera”.
Aunque no sea verdad.
Aunque solo lo diga mi sombra cuando me acuesto a llorar.