Abrí el refrigerador y escogí dos naranjas, redondas y doradas como pequeños soles maduros.
Te miré a los ojos —espejos de un alma que aún no conocía— y te ofrecí una, gesto simple de amor: compartir la dulzura en aquella mañana tranquila donde hasta el silencio sabía a paz.
Te entregué el cortador de frutas, esa herramienta delicada que desnuda sin herir, que libera los gajos como quien abre un tesoro sin romper el cofre.
Pero tú, con manos impacientes, lo rechazaste. Pediste un cuchillo —filo frío y rápido— y partiste la fruta en dos, sin ceremonias, como si el jugo que brotó no fuera también sangre.
Yo, el chico que aprende a ver milagros en lo invisible, retiré mi cáscara lentamente, desvistiendo el albedo blanco como quien quita el velo de una novia. Mis dedos rescataron cada gajo intacto, pequeñas lunas de miel que brillaban entre mis manos callosas.
Y ahí lo vi: tu alma no conoce la delicadeza. Para ti, lo bello es solo lo que puede romperse. Las aves vuelan y tú ni siquiera les ves las alas. Las estrellas caen y tú no extiendes las palmas para atrapar sus últimos suspiros de luz.