El sol se despidió con un beso dorado sobre la pradera temblorosa.
La luna, soberana de la noche, cerró los cielos azules y convocó a las auroras para tejer su manto estrellado.
Las nubes desfilaron, mujeres ancianas agitando sus vestidos de algodón, dejando caer perlas blancas sobre las pestañas del mundo.
Los pinos se abrazaron, rezumando niebla como ofrenda para los montes sedientos.
El pasto enmudeció, aprendió a soñar bajo el edredón de nieve, bajo las cuentas de cristal que las nubes olvidaron.
El ciervo, sabio, vistió su capa de escarcha, abrigándose con los susurros que el viento le prestó.
El oso, rey de los sueños invernales, se hundió en su cueva y soñó con el verano: con sus hijos no nacidos, con la miel que aún no gotea entre sus garras.
Y en el centro del bosque, el Espíritu de las Nieves teje coronas de escarcha para quienes aprenden a escuchar el silencio.
El río, poeta líquido, guardó sus versos bajo una costra de hielo, atesorando su vigor para la primavera.
Esta luna no es cruel. Es nodriza que arrulla a los que eligen acompañarla.
Y aunque el sol sea solo un recuerdo lejano, el invierno no es villano: es el maestro silencioso que nos enseña a vivir con el frío como compañero, no como enemigo.