Cuando tenía todas mis preguntas,
el mundo me quedaba justo en el pecho,
como si cada estrella fuera un signo de interrogación
colgado en el abismo del silencio.
Me preguntaba por qué el tiempo no espera,
por qué el amor no se mide,
por qué el alma no tiene espejo
y por qué el dolor no se escribe fácil.
Quería saber si las palabras curaban,
si Dios también lloraba en secreto,
si los sueños eran promesas
o solo luces que olvidan el camino al despertar.
Preguntaba si la muerte era olvido
o regreso,
si vivir era solo pasar páginas
o escribir con fuego lo que arde dentro.
Tenía tantas preguntas
que parecía un árbol cargado de pájaros invisibles,
un niño que grita al universo
esperando que el eco lo abrace.
Y, sin embargo,
con el tiempo aprendí algo:
que las respuestas no siempre llegan,
pero las preguntas también pueden ser hogar.
Que dudar no es debilidad,
sino la fuerza de seguir buscando.
Pero cuanto más profundo miraba el mundo,
más me daba cuenta:
las preguntas no eran puertas.
Eran espejos.
Cuando tenía todas mis preguntas,
no sabía que también era yo
quien las estaba inventando.
Creía que el universo era un acertijo,
que la verdad era un objeto escondido,
y que las respuestas vivían
en los labios de los sabios
o en los libros sin polvo.
Miraba el cielo como quien acusa,
esperando que alguna estrella se caiga
para revelarme lo que callan los siglos.
Pero el silencio —ah, el silencio—
me respondía más que mil palabras.
Y fue entonces cuando comprendí:
las preguntas no se responden.
Se habitan.
¿De qué sirve una respuesta si no cambia nada?
¿De qué sirve la certeza si mata la maravilla?
¿Y quién soy yo para exigirle sentido
a un mundo que florece sin explicación?
Tal vez fui arrogante al pensar
que el misterio estaba afuera
y no dentro.
Porque cuando tenía todas mis preguntas,
me faltaba lo más esencial:
el oído interno,
el lenguaje del asombro,
la capacidad de no entender...
y aún así, seguir.
Ahora ya no las tengo todas.
Algunas se han disuelto en los días,
otras se han transformado en actos,
y muchas simplemente se volvieron
parte del respirar.
Ya no pregunto por la eternidad.
Prefiero vivir cada segundo como si ya lo supiera.
Ya no pregunto qué es el amor,
porque entendí que amarlo sin saberlo
es también una forma de sabiduría.
Cuando tenía todas mis preguntas,
no era sabio.
Era joven.
Ahora que tengo el silencio,
me he hecho viejo de espíritu,
pero fértil de alma.
Porque comprender no es tener respuestas,
sino aprender a preguntar mejor.
Derechos de autor ©️
~Daniii