No temo a la soledad del desierto,
ese vasto espejo donde el eco
se devuelve intacto,
sin máscaras.
No temo al amor ausente,
a ese fantasma
que otros persiguen
con redes de palabras huecas.
Mis ojos no retroceden
ante sonrisas apagadas,
esas que fueron faros
y ahora son luciérnagas muertas
en frascos de nostalgia.
Las supernovas no me asustan.
Yo mismo fui polvo de estrellas,
resto de un Big Bang
que aún resuena
en mis costillas.
Nunca regalé piropos
como monedas falsas.
Respeté los jardines ajenos,
aún cuando mis manos
se secaban
por falta de rocío.
Así aprendí a caminar:
mirando primero la tierra,
luego las siluetas,
por si acaso
alguna sombra
quisiera ser mi dueña.
Los ojos azules no me cazaron,
ni el cabello café
que huele a promesas,
ni esas manos
—suaves jaulas—
que solo buscaban
aprisionar
lo que el viento
se llevaría.
Sigo esperando el barco
que no tema anclar
cuando las nubes
se vuelvan puñales.
La que prefiera mis olas,
aun las más bravas,
a los mares tranquilos
donde solo flotan
corazones de plástico.
Mientras, navego
en aguas prestadas,
náufrago de mí mismo,
mordiendo sal
y escupiendo versos.
Las estrellas,
esas cobardes hermosas,
huyen del amanecer.
Yo no.
Me quedo
a ver cómo la luz
me desnuda
sin piedad.
Mel Zalewsky.